Nada que no queme y disuelva en las tierras extremas donde cuaja un exilio, e internarse en esa margen árida no es vocación que atraiga. Allí no se llega por vocación, se va obligado, pero en ciertos seres, diferenciados del común de los mortales, valorar la vida trae consigo no sólo disponerse a una entrega a pesar del destierro, sino ir lentamente escarbando el vacío, los actos despojados, la vida entera puesta de pronto entre paréntesis, lejos de las formas cotidianas donde la identidad de tan viva y cercana, ni se apreciaba. Bajo una singular forma de resistencia, estos extraños entrenan su anatomía, y algunos logran, quizá sin proponérselo, que sus acciones empaten con las de los místicos españoles del siglo XVI. Ejercitan su silencio en la contemplación y sumergidos en la oscuridad aterradora de la lejanía acceden a una regadera de luz. Esta es su “fiesta propia”, la que moja y bendice su canto:
una voz compadece, te moja
breve, dichosamente,
como cuando rozas
una rama de pino baja,
ya concluida la lluvia.
Entonces, contra lo sordo
te levantas en música,
contra lo ardido, manas.
Estamos ante la voz trascendida de Ida Vitale, una de las poetas más importantes en lengua española, merecedora del Premio Internacional Alfonso Reyes 2014, quien se ha sumergido en dimensiones ajenas que ha hecho propias. Su voz ha elegido el ave como símbolo y despliega sobre planicies, se eleva y desciende hasta invocar lo sagrado. ¿Qué es para Ida lo sagrado? La razón de amor de la oscuridad: ofrecerse, someterse, enceguecerse, obedecer y encharcarse en entrecruzamiento y alteración de los sentidos.
Al reconocer la voz de Ida Vitale como una de las más hondas de nuestra lengua celebramos, desde su complejidad, a la más sutil y grave poesía de principios de nuestro siglo XXI.
A lo largo de la obra poética de nuestra autora, la palabra es una fiesta propia, un ritual de celebración, una caja de resonancia y un vehículo del imposible. El jardín es metáfora de la tierra cuidada y civilizada de generación en generación, ese legado mágico donde la familia crece y celebra, ese espacio que aguarda en la sangre para recrearlo en la aridez. La vida como brasa es, en la poética de Ida Vitale, sacrificio perpetuo donde el fuego es muerte y renovación, aquí la realidad siempre está en tela de juicio porque humilla la depauperada miseria de sus vínculos. El “aire enemigo”, como titula uno de sus poemas, se despliega con su ejército de sombras y amenazas contra quien se atraviesa la espada flamígera de nuestra poeta; luego viene en su obra el diálogo con la naturaleza, el giro donde la voz se funde como cosa de la tierra, entre árboles, frutos, para, colibrí posado en mano, por un segundo sentir cómo late el mundo, como el sinsonte, canta por su especie “como no lo hace el hombre”, y no lo hace el hombre porque aquí se ha elevado una mujer. De allí suceden las casas y los cuartos lejanos, las visitaciones sólo propicias por la palabra, y el paso de la imagen a la visión. Y es triste la visión de Ida Vitale, es triste porque no tiene vuelta, no hay regreso, se ha pagado con la vida. Es triste pero es esperanzadora, porque lleva consigo la participación, el vínculo que la palabra asegura como un cuadro.