Por Jonathan Gutiérrez Hibler
Recordar es volver al corazón, y por eso todo vuelve. Es el amor el que pudre con el agua, tanto amor en los versos, a estas grietas verdes de la infancia. Infancia que se llama Ana, rey de oros que se vuelve pobreza, penurias que se convierten en ojos, miradas que una vez más regresan al pavor y la urticaria. Recordar es volver a los brazos que se arrancaron, a las preguntas que todavía no sanan, a Mamá recostada, con el desierto en los pechos, porque la música se volvió cuerpo en busca de destinatario y sólo nos queda todavía un aliento confuso para ese viaje.
Mamá, el campo, de Lázaro Izael, pertenece a una larga tradición de poemas de largo aliento. No es una apuesta, sino un salto metafísico desde la tierra, desde lo individual hacia lo colectivo. Tenemos desde el inicio un narrador que, por momentos, cambia; no es la única voz. Y, aunque parezca raro en este género, no lo es: la poesía épica, los idilios, incluso los poemas trágicos, tienen sus narradores y nos permiten entrar en sus respectivos mundos a través de los signos.
En el caso de este texto, desde un principio está presente el erotismo, con un extraño aroma a lágrimas llenas de rabia e incomprensión, como seres escupidos por la nada, creando un jardín, más que un tropo, utopía en medio de la tierra baldía: mírate a ti regar las plantas/ esos geranios carmesí/ tan similares a la lluvia/ esa forma que tiene de caer cuando está húmeda”. Sin embargo, esta imagen erótica no es la clásica, ni tampoco un presente si no un pasado que no pasa y sigue fijo por su contraparte: “y los bichos que se desprenden como si pudiera uno transformarse/ en algo mayor en crecer/ como si todo fuera mejor con un poco de agua encima”. Aunque nos encontramos con un aparente presente, se trata de la herida todavía respirando en las vocales, son las preguntas que no sanan a la madre, incapaces de limpiar su linaje cuando leemos “nadie entonces quizá lo preguntó/ aún ahora nos cuesta mirarnos a la cara”. Ahí está la premisa del texto de Lázaro Izael: un impasse trágico desde abajo, porque el reclamo está en la palabra cuando la tradición no permite un lenguaje así si no se es aristócrata.
Y es en este punto donde surgen otros textos donde cabe la pena preguntarse si es posible contar estos hechos con el mismo tono de lo trágico. Por ejemplo, Incendios (2003), de Wajdi Mouawad, es una obra donde observamos cómo la sociedad puede sustituir lo que llamamos alguna vez destino, y las preguntas de por qué la vida en la tierra no tiene respuestas y brota extraña, como paradoja inmunda donde incluso quien narra se vuelve como el coro de los griegos: ve, entona, canta, pero las violaciones y el derramamiento de sangre siguen; la permanencia con el agresor es maldición de un orden donde la palabra ya no tiene orden y al final ahí está la muerte, la última piel de la noche; pero mientras tanto siguen llegando los sonidos ocultos por una manta en el resquicio de una puerta, como el narrador señala en el poema: “dices/ eso era un animal/ no deben estar despiertos/ dile a tu hermana que era un animal/ eso que escucharon/ en esto quedamos la última vez”. Una vida con tantos cortes busca otra musicalidad, no se engaña con lo que conocemos como largo aliento, sino que esculpe con cada palabra a diferentes interlocutores aunque no escuchemos del todo sus voces porque son filtro de una narración.
Entonces la historia, esa vida que contrasta con la imagen de lo bucólico (con sus respectivas tragedias), en busca de un ritmo imposible desde la tradición, porque no hay lugar para las preguntas cuando los cuerpos son incertidumbre si no hay un territorio ganado mediante la palabra. Pienso en “Preguntas”, de Juan Gelman, sin signos de puntuación pero con una melodía precisa para realizar cada interrogación. En el caso de Mamá, el campo no es así. Es un pasado que se ha esfumado después de lo que pasó, no tiene rostro y se ha quedado sin aliento porque la única coma es el vocativo “Mamá”, hasta que la voz cambia, rompe con la narración y por fin comienza un ritmo creado por eso que nunca preguntaron: “y era yo/ un hondo pozo/ una noria inanimada/ un profundo estable/ no había luz/ me ahogaba como se hunde el cobre/ hasta ser muy verde/ más intenso que tus ojos”. La voz narrativa ha cobrado consciencia de que el campo es lo único posible, está a punto de entender que la belleza es infantil, como todo ángel es terrible “Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, lo que todavía podemos soportar”. Y lo terrible es que el sueño no es de quien narra sino de alguien más, un sueño que se repite, es decir, Mamá, el campo es una ruina circular abierta porque todavía duele aunque sea otro el espacio, otro el tiempo, otra la vida.
El libro de Lázaro es un salto metafísico a través de la palabra. Sus versos son un duelo abierto desde la infancia porque uno vuelve a todo, aunque no quiera, porque Mamá es todavía un corazón baldío. Y el río donde lo talla con su entrepierna, buscando otras poéticas, nunca es el mismo.