Por Cuitláhuac Quiroga Costilla
Memorias de un chocante
Mi memoria está edificada por cajitas: las imagino de madera, de un roble inverosímil y tapizadas de estampillas de correos. Los matasellos dan cuenta de ciudades ignotas y villorrios que hacen pensar en un viaje, una suerte de expreso de Oriente donde se confunden las lenguas y cada estación es frontera. Se parecen a las cajas de cigarros labradas y que suponen recuerdos a veces indispuestos a volver al presente. El orden en que se ubican, no siempre es el mío. La cerradura que las mantiene al margen de esta ilustre vida de ciudad y medianías, de cronofagia y contingencias, dispone secretos mecanismos que hacen imposible abrirlas a voluntad. No obstante alcanzo a ver palabras como Portbou o Real de Catorce. Y ello me permite ensayar que mi memoria está cifrada por ese viaje en tren -o también puede ser en un barco- y mi vida transcurre entre el camarote y puertos diversos, o el inabarcable paisaje del altiplano potosino con sus casonas de adobe y terrado.
Los escritores llaman anagnórisis cuando un personaje advierte, reconoce, su destino o su identidad. Eso de que los personajes reconozcan su destino puede entenderse de otro modo: hay ocasiones en que los personajes encuentran múltiples Ítacas. Algunos puertos, ciertos callejones de ciudad, nos parecen, a primera vista, lugares propios. Es como si ya hubiéramos estado allí. Y no es solo la imagen que vemos, es la textura del lugar, sus hervores, el vocerío.
Lisboa, Nápoles, Siena, San Sebastián del Oeste, San Cristóbal de las Casas, Brujas, las colonias Roma y Narvarte en la Ciudad de México, ciertamente me parecieron lugares a los que ya había ido. Y ello supuso recorrer esas ciudades con una familiaridad asombrosa. Incluso tal prodigio me ha permitido encontrar la predilecta tienda de ultramarinos cuya vitrina aderezada por quesos y jamones, me llevó a ser parroquiano y comentador de embustes a un circunspecto pero interesado propietario que, no sin cierto aire camorrista, le parecía encantador atender a un oriundo del país del mariachi. Un invento del siglo XIX, le comenté al Camorrista Dueño de una Tienda de Ultramarinos.
Del mismo modo, cierta noche en que el jet lag aún secuestra nuestro biorritmo, salí a fumar a un barrio de Madrid donde compré por veinte euros, a un negro de Mozambique, una auténtica Mont Blanc que porto, no sin cierto regocijo culpógeno. En principio creí que se trataba de una pluma como quien dice de las “chinas”, más tarde, ya en el hotel, busqué los signos, la manufactura que diera cuenta de su autenticidad. No di con tales señas y aún su autenticidad está en veremos, la medianía nos conforma con la simulación.
Lo mismo, pero de una manera esta vez acogida por la noche, encontré el carro de mis sueños: un pequeño Fiat acaso 1960, en el que imaginé recorrer la carretera de Ciudad de México a Tampico pero en 1935. Cosas de la memoria difíciles de reconocer como legítimas en virtud de los sucesos de los que doy parte. He aquí uno de esos tesoros que se abrieron en flor tan pronto los reconocí como míos en otra vida. En las próximas entregas, daré cuenta de las cosas terribles y asombrosas que un almacenista de cajitas vivió hacia 1935-1970, en ese mundo que aún no cuajaba en el infausto tiempo de bombas atómicas. Sirva la presente como advertencia de las inverosímiles aventuras por los libros, el jazz y la veleidad.