Por Ander Urteaga
En el poblado de Grosse Pointe, Michigan, en el verano de 1975, la pequeña Cecilia Lisbon se corta las venas en la bañera de su casa. Uno de los doctores le pregunta el motivo. Ella responde «obviamente nunca ha sido una chica de trece años». Su segundo intento de suicidio será más exitoso. De este modo el primer largometraje de Sofia Coppola abre mostrando una adolescencia que no se vive, se padece. En su particular manera, la autora captura los tropos más conocidos de la juventud: el rompecorazones de preparatoria, la coronación en el baile y los juegos alrededor del árbol, entre otros, en una historia que esconde en su enigma un significado más profundo, la necesidad de un motivo para explicar la catástrofe.
La tragedia de la familia Lisbon es el descenso de las familias estadounidenses puesta en palabras por la generación que las sigue, a la que le toca recordar. Es una historia de cómo las opresiones de la adultez se enfrentan a los anhelos de la juventud en aquella edad que oscila entre el inicio de la fertilidad y la edad legal para tomar alcohol. Durante la investigación que sigue al cataclismo emocional, los nuevos adultos, marcados por la lucha de estas oposiciones, recuerdan entre la nostalgia y la culpa los años de la mocedad, de los bailes de graduación, de escuchar música hasta altas horas de la noche y atravesar la primera experiencia sexual.
Coppola, autora también del guion, adapta la novela homónima de Jeffrey Eugenides con ojo cinematográfico y replantea sus elementos en función de la cámara, en colores ocres y taciturnos y en diálogos tan concisos como introspectivos, diluyendo la masculinidad de la obra en una perspectiva que hace de las hermanas Lisbon protagonistas indiscutibles de sus propias desdichas. El encierro que sufren en la opresión del conservadurismo de sus padres, el pronto desamor y el olvido de los traumas familiares son sólo algunos de los factores implicados en el caso particular de las Lisbon, cuyos testigos recuerdan veinte años después.
La adolescencia de la directora, como primer largometraje y segundo proyecto cinematográfico, está en el comienzo de una voz que denota su propia madurez, más allá del obvio estandarte familiar del nombre Coppola. En muchos aspectos, sus siguientes películas Lost in Translation y Marie Antoinette remiten a su primer filme. La transformación y dilemas de la identidad femenina regresan junto con los extensos problemas de comunicación que destruyen los vínculos hasta la alienación, mientras Kirsten Dunst repite protagonismo en la piel de la reina adolescente, ejecutada cuando, ya madre, perdió la voz sin tener una propia. El personaje de Lux Lisbon, a través de la actuación de Dunst, refleja una sensibilidad realista permeada por la relativa sencillez de la juventud, a la que se sumarán las complicaciones de la adolescencia. Tanto como la paleta de colores, el desenvolvimiento de las hermanas ante la cámara recuerda a un triste turquesa que en el recuerdo queda inmortalizado por los primeros rayos de la mañana, los colores de una memoria cuyo hecho se ha perdido para siempre.