Por Dalina Flores Hilerio
Cuando era adolescente, una fecha se quedó en mi memoria de manera indeleble: 19 de agosto, porque es el día en que nació José Agustín; en 1984, año en que lo conocí, no existían los buscadores de internet y uno realmente atesoraba los datos importantes en el corazón. Así se quedará para siempre, también, este 16 de enero, fecha en que el cuerpo del extraordinario escritor, padre (de manera literal y figurada) de otros grandes creadores del siglo pasado y del actual, dejó de latir. Sin embargo, a través de su vasta obra, cuya esencia es divertida, provocadora, contracultural (entre otros adjetivos que podríamos añadir sobre la naturaleza contracultural e inteligente de su pluma) su nombre se quedará grabado en la historia de la literatura, la música y la cultura en general de este país.
Hace semanas supimos, a través de las redes, que la salud de nuestro prócer literario era frágil y que, desde el desafortunado accidente que sufrió en 2009, había tenido complicaciones que no le permitieron seguir escribiendo; sin embargo, ello no nos privó de mantener la mente estimulada con las reediciones de sus novelas, cuentos y ensayos. En este momento en que muchas generaciones nos lamentamos de su partida, me doy cuenta de que la voz de José Agustín, desde que era un jovencito que acudía al taller de Juan José Arreola, siempre ha estado Cerca del fuego y hoy ha llegado a su templo, para seguir provocándonos y sacudiéndonos a través del lenguaje y sus posturas contraculturales.
Como joven de los años 60, él nos mostró en su escritura que la única forma de andar por el mundo, sin caer en las trampas del capitalismo, es la rebeldía y la desobediencia, pero lejos de pontificar actitudes o dogmatizar acciones, su literatura le quitó la solemnidad al uso estético del lenguaje y la convirtió en gozo y provocación. Como una apuesta contra lo acartonado del realismo social de la primera mitad del siglo XX, su voz, fresca y desenfadada, le dio una cara que permanecerá para siempre joven en la historia literaria de este país.
No me sorprende que muchos lectores que pertenecen a la generación de mis padres, contemporánea a la de Agustín, reconozcan al autor de La tumba, Inventando que sueño, De perfil, Arma Blanca, Se está haciendo tarde, Ciudades desiertas, Vida con mi viuda, entre otras historias, como el escritor que los hizo amar la lectura y reconocer otras formas de vivir la experiencia literaria; los lectores de mi generación y de otras posteriores, reconocemos también este mérito en el autor de las Tragicomedias (I, II y III), ensayos que nos enseñaron historia moderna a una gran cantidad de mexicanos, así como el hecho de habernos inducido de manera profesional al mundo de las Letras.
Quienes lo leímos hemos crecido, bailando y disfrutando al ritmo del rock, blues y otras armonías contraculturales, su desenfadada escritura pues, una vez que tuvimos en nuestras manos uno de sus libros, nos fue imposible dejar de leerlo. Quienes aún no han sido tocados por su obra, a pesar de su ausencia física, tienen para siempre, porque este autor es de los verdaderos inmortales, la posibilidad de vivir sacudidas literarias fundamentales.