Por Eduardo Zambrano
Está enfermo, enfermo desde hace mucho. Su dolencia es un misterio
y los médicos alzan los brazos en señal de impotencia.
Julia Hartwig
Se supone que la ciencia médica tiene un catálogo total y exhaustivo sobre las enfermedades que aquejan al hombre; ahora entiendo que me equivoco. Me abrumo sólo de imaginar ese compendio, peor aún, me aterra tomar conciencia de que ese inventario de padecimientos está vivo y de pronto nos aqueja con un desarreglo de la salud insospechado. La enfermedad como infortunio es algo obvio. Pero cuando la enfermedad no puede ser diagnosticada, debe ser desesperante. ¿No es suficiente con las enfermedades que ya existen? ¿A quién se le ocurre que debiera haber más? Está comprobado: mientras los médicos encuentran la solución, el paciente se vuelve precisamente eso, paciente, y muchas veces se sufren vejaciones a semejanza de las ratas y ratones en laboratorios.
Una enfermedad terminal es en definitiva una mala noticia; enfermar bajo la sombra del misterio es otra cosa. Hay algo que ha entrado en ti (o ha surgido de ti) y no lo reconoces, no lo reconoce nadie. Ser un ignorante de tu cuerpo mismo puede parecer algo tonto, pero no lo es. El acceso a internet nos permite consultar cualquier tipo de trastorno en la salud, pero igual existe el concepto de “enfermedad rara”. Los datos en Wikipedia son impresionantes:
Existen entre 5,000 y 7,000 enfermedades raras conocidas, la gran mayoría de las cuales son causadas por defectos genéticos, aunque también las hay por efectos de la exposición ambiental durante el embarazo, o después de nacer… Se estima además que alrededor de 4,000 de estas enfermedades no tienen tratamientos curativos.
La nota termina con algo que parece una burla o un chiste de mal gusto: el 29 de febrero (un día raro), es el día mundial de las enfermedades raras. Bien dicen que sólo el hombre es capaz de reírse de sí mismo. Pero sólo los médicos son capaces de este tipo de sarcasmo.