Por Ángel Hernández Candelaria
Hoy, 23 de enero del año en turno, conmemoramos el sensible fallecimiento de Pedro Segundo Nieto Mardones Lemebel (Santiago de Chile, 1952): escritor, artista, performer y activista chileno, edificio de la crónica latinoamericana y sacro punzón de las buenas conciencias. Autor de libros como La esquina es mi corazón (1995), De perlas y cicatrices (1998), Tengo miedo torero (2001), Lemebel destaca –entre muchas otras cosas– por un estilo que pende entre la rabia y la ternura: ese complejo ir y venir entre el siniestro y la quietud. Ora morando las sombras de tugurios nocturnos, ora en la estrechez del corbatín de un atosigado dictador frente a la catástrofe, con la ligereza de un amante que sabe que no volverá, hemos de encarar un estilo consciente de que la vida es dura, durísima y diversa.
A nueve años de aquel fatídico enero, con la ansiedad eriza y el revuelo que la obra de Lemebel ha causado con la cercanía y la virtualidad, con la cantidad de homenajes y obras que se desprenden de su coz –como la adaptación de Tengo miedo torero (2020) a cargo de la casa productora Caponeto, el libro Loca fuerte (2019) de Óscar Contardo o Lemebel (2019), metraje documental de Joana Reposi, acreedor del premio Teddy a mejor documental, con ese dejo de mistificación que las locas adquirimos al fallecer rodeadas del parentesco y del plumaje–, cabe preguntarnos: ¿qué más podemos decir sobre Pedro que él mismo no haya dicho?
Quisiera detenerme en La esquina es mi corazón para volver sobre el barroco, salto y seña de autenticación coliza del queer vivir. Distintivo de la noche noche de los autores que guardamos en un cofre de cristal y topacios: Perlongher, Lezama, Arenas, Sarduy, Hurtado; hablar de barroco entre las locas es parecido a charlar sobre ejercicios de respiración, aunque alguna temeraria podría apuntarse al quite del neobarroco nada más por seguir la contraria. A propósito, Carlos Monsiváis, otra grande de la desviación nocturna, apunta en el prólogo para la edición del 2013:
Lemebel se arriesga en el filo de la navaja entre el exceso gratuito y la cursilería y la genuina prosa poética y el exceso necesario. Sale indemne porque su oído literario de primer orden, y porque su barroquismo, como en otro orden el de Perlongher, se desprende orgánicamente del punto de vista otro, de la sensibilidad que atestigua las realidades sobre las que no le habían permitido opiniones o juicios. Esto significa salir del closet, asumir la condena que las palabras encierran.
Y es que algo indudable ha sucedido en este banquete, retomando aquella idea de la noche loca, algo invaluable se ha roto: en tiempos de censura hemos reducido a una etiqueta de consumo esa trinchera tan nuestra, como si de una tregua del agua se tratara, y algunas hemos olvidado que no puede dársele libertad a una voz, ninguna voz, si no es con el solo ejercicio de ser, con lo complejo y lo diverso que esto resulte. Es decir que al hablar de literatura queer no hablamos de una identidad artística sino, tal como lo apunta Monsiváis, de nuestra actitud al abordar con valor, insistencia y calidad cualquier tema. Bien dice la Yegua Apocalíptica: «Mi hombría es aceptarme diferente»
En fin; tanta, tantísima falta que nos haces, Pedro. A nueve años de aquel fatídico enero, con la ansiedad eriza y el revuelo de la noche noche, en este otro tiempo del banquete, cabe preguntarnos: ¿cuándo volveremos a ti?, ¿cuándo aprenderemos a guardarnos, discretísimos, un labial y una bala?