Hugo Padilla, poeta, filósofo, traductor y maestro de muchas generaciones de estudiantes de filosofía en nuestro país nació en Ciudad de México en 1935 y falleció este 2 de agosto de 2018 en aquella urbe. Durante su niñez y juventud vivió en Monterrey, Nuevo León, en cuya Universidad cursó estudios primero de Ingeniería Civil, para posteriormente titularse en la Facultad de Filosofía y Letras como Licenciado en Filosofía y seguir su formación en la Universidad Nacional Autónoma de México.
En la entonces Universidad de Nuevo León se desempeñó como profesor de tiempo completo y de 1961 a 1965 fue coordinador de Extensión Universitaria. Posteriormente continuó su trayectoria en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también fue maestro de tiempo completo, secretario del Centro de Estudios Filosóficos y secretario general de la Facultad de Filosofía y Letras. Además, fue secretario académico de la Universidad Pedagógica Nacional, jefe del Departamento de Estudios Universitarios de la Secretaría de Educación Pública, director general de programación en la Secretaría de Relaciones Exteriores, entre otros cargos.
Su curiosidad intelectual y la profundidad de su indagación filosófica nutrieron de manera esencial, desde la Universidad, la vida cultural y académica de Monterrey a partir de la segunda mitad del siglo XX: destaca su paso por la revista Armas y Letras, que contribuyó, según refiere Cuauhtémoc Lara Vargas, en la Enciclopedia Electrónica de la Filosofía Mexicana: “a su transición de boletín del Departamento de Acción Social a una revista de investigación y difusión en temas humanísticos, políticos y sociales de importancia nacional y a su consolidación”. No menos relevante es mencionar que junto a Homero Garza y Arturo Cantú fundó la emblemática revista Kátharsis, centrada en la poesía pero que también dio cabida al ensayo y la crítica literaria.
Junto con sus compañeros de Kátharsis, y gracias al apoyo de Alfonso Reyes, estuvo en el Centro Mexicano de Escritores como becario de 1957 a 1959.
Los días deshabitados, de 1933, y la antología Frutos de sal, de 2012, que además de poemas del citado libro también reúne algunos publicados en diversas revistas e inéditos gracias a la selección realizada por Carlos Lejaim Gómez para la Colección Ráfagas de Poesía, dirigida por Minerva Margarita Villarreal y Víctor Manuel Mendiola, son los únicos volúmenes de poesía que vio publicados.
Su concentrada creación literaria revela su genio poético; basta citar las palabras que José Emilio Pacheco le dirigió en 1965 para tener idea de su altura lírica: “Acaso Padilla fue el único poeta joven que supo asimilar a su personalidad la influencia de Paz: con una imaginación semejante a la de Montes de Oca y mayor don de forma, Padilla estaba (¿está?) llamado a ser el primero de su generación.”
En gran parte de los poemas de Hugo Padilla puede verse un afán indagatorio muy acorde con su formación filosófica, quizá en gran medida a eso deban la repercusión señalada por Pacheco; sin embargo, fue su a su vocación inicial a la que dedicó su vida: publicó en coautoría con Wonfilio Trejo Programa de filosofía (1976), con Arturo Azuela y Jaime Labastida Educación por la ciencia, y en solitario Ideas axiológicas en las primeras obras de Husserl (2006).
En 2013 volvió a la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL y dictó la magnífica conferencia «La filosofía en México en el medio siglo XX», en la cual deja claro el estado de la filosofía en el Monterrey de mediados del siglo pasado, pero sobre todo contundente en la defensa de la filosofía como herramienta principal para el desarrollo del conocimiento.
Como dice su discípulo ya citado líneas arriba, Cuauhtémoc Lara Vargas: “La obra intelectual de Hugo Padilla merece un reconocimiento especial por su brillo, profundidad y rigor que la hacen destacar como una de las más importantes contribuciones dentro de una generación que tuvo el acierto de profesionalizar la filosofía en nuestro país”.
Compete a quienes andamos entre las ideas y las palabras sumarnos a estos honores; va, con este fin, una muestra de su trabajo poético.
Fragmentos
I
Como mil caballerías desciende el fuego
y a las violentas madrugadas siguen días implacables.
¿Qué conmiseración,
qué sombra habrá para la pena?
¿Qué ángel
qué mano
protegerá los días?
No hay lluvia ni piedad, no hay esperanza
ni aldabones de frutos ni racimos de pájaros.
No hay memoria del mar ni de su olvido,
no existe la ilusión ni hay yerbas generosas.
Polvo de yeso al alba,
luego fulgor clarísimo,
pronuncia el sol
su palabra más blanca
al mediodía.
No hay reposo ni sueño, y en la terraza del insomnio
el buey de los recuerdos relame viejos días:
altas paredes
donde la luz descansa,
donde la golondrina
fue sólo aire
y el oro
sólo flama.
Para que la inocencia no florezca hay siglos que amamantan relámpagos,
ciudades que coronan sus frentes con almenas de mordeduras ácidas,
fosos de agua estancada
donde flota el rencor
como una mala lama.
Bajo cielos impíos, ¿no es la templanza sólo una forma del temor?
¿No es la cordura sólo una máscara para la sumisión?
En tiempo aciago,
en tiempo de sequía
hay cascadas de piedra, duro galope del caballo de copas,
fulgores que fulminan y noches que prolongan los rencores:
con guadaña de luna
se asesina al candor
al pie del alba,
detrás de ciegos muros
se abren las mariposas
de la muerte,
y a las violentas madrugadas, como águilas en llamas,
como hijos de la furia siguen días implacables.
II
Con la lluvia de agosto
breves flores de barro
surgen del polvo vano:
pueblan enredaderas
setos vastos,
jardines que el viento
recompone.
La luz cabalga sobre el aire claro,
roba el rubio sabor de las naranjas
y alza la llamarada del verano.
¿Dónde vivir?
¿Dónde esconder
el corazón para que no se pudra como el heno?
En el otoño
la desnudez de un árbol se encuentra detenida
por su última hoja.
¿Cómo decir, entonces, de la desolación?
Viento sin nombre,
vapor que se deslíe,
cuenco sin agua,
piedra,
cantil que el mar azota,
¿nunca hay piedad bajo la descarnada luz?
¿Siempre habitan las ruinas los sitios
que el gozo desaloja?
Tal vez hace mil siglos
una palabra justa
hizo surgir los astros.
Pero sabe Dios bien que su palabra
sólo a medias
pudo inventar
la vida.
Por esto las palabras son necesariamente oscuras.
VII
Agosto es pastor de luciérnagas.
Deja el aire una breve versión de abrazo cálido,
mientras que ¿quién?
¿en dónde? ¿cuándo?
recrimina del mar la noche amarga.
Nodriza de la sal,
amplio fulgor
que ahíja los relámpagos:
ya bajará, otra vez, a poblar el erial
esa fortuna ambigua, esa suerte a dos manos
que hace crecer, a veces, fugaces y tiernos entusiasmos.
¿Qué se hace
al final de un camino
sino soñar
un sueño fatuo:
un sueño de San Telmo
que se incendia
por todos los costados?
¿Qué se hace
para hacer un camino,
sino empedrarlo,
largamente,
con años?
XIII
Son las sombras rezagadas ovejas de la noche.
Muerden la luz,
con inocencia vaga la consumen.
Al término del día vuelven a su rebaño.
¿A qué rebaño la vida se reintegra
luego de apacentar,
por breve tiempo, en el estéril valle?
Toda luz lleva heridas de sombra en el costado.
El girasol es sol entre las flores,
pero al girar la flor gira su sombra
como un mundo gemelo y enemigo.
Candoroso es el día frente a la noche inmensa.
XIV
En el agua profunda se detiene la luz,
topa con sombras que a su fulgor desarman.
Hunde su brazo el sol
entre la lama:
lleno de juncos muertos y de verde, casi negra
acechanza, el fondo se le escapa.
Es el agua profunda
casi una oscura nada,
una constante noche
que a deletrear
no alcanza
el nombre de la luz.
Ciervo
En el bosque de espinos casi secos
se apaga,
herido, el ciervo.
Su cabeza de ramas
es casi otro árbol muerto.
Naranja
Nunca sabremos cómo
el sol en los naranjos
se vuelve oro.
Astros
A su modo,
ellos cantan también,
grillos de luz
en el estanque de la noche.
Sic transit…
Ni siquiera los fantasmas o recuerdos.
De los vanos empeños
menos que sombras quedarán,
menos que espuma:
tal vez,
la consistencia apenas
de los sueños.