Luis Arroyo Zapatero es Rector Emérito de la Universidad de Castilla-La Mancha, fundador y actual Director del Instituto de Derecho Penal Europeo e Internacional y Presidente de la Société Internationale de Défense Sociale; a quien la Universidad Autónoma de Nuevo León reconoce como un relevante copartícipe en la difusión de la obra de Alfonso Reyes en el ámbito internacional. Sobre la obra alfonsina organizó, en abril de 2015, en colaboración con nuestra Alma Mater, a través de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria, un seminario titulado “Alfonso Reyes, la Edad de Plata y Toledo”, décima edición de los Seminarios de Humanidades llevados a cabo por la Facultad de Humanidades de Toledo de la Universidad de Castilla-La Mancha, del 7 al 9 de abril de 2015. Dicho seminario se suma a las actividades que dan a conocer, en el extranjero, la importancia del trabajo intelectual y literario de Alfonso Reyes, quien durante su exilio en España, donde escribió la obra cumbre Visión de Anáhuac en 1915, realizó numerosas aportaciones al conocimiento de la literatura helénica y española clásicas, y quien se estableció después como un puente entre ambas naciones: con su obra como motivo de permanentes intercambios y con su valiosa colaboración para que los refugiados españoles de la Guerra civil pudieran residir en México, durante la presidencia del General Lázaro Cárdenas. Es esta visión la que destaca nuestro amigo Luis Arroyo Zapatero, para quien Alfonso Reyes fue —y así se sigue considerando en España— un paradigma del espíritu creativo del auge cultural y científico que aconteció en la nación española en las primeras décadas del siglo XX, período llamado la Edad de Plata.
Por este motivo, la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria se congratula por la reciente investidura de Luis Arroyo Zapatero como Doctor Honoris Causa por el Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE) de la Procuraduría General de la República y de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, en una ceremonia realizada el 12 de agosto de 2016 y presidida por la M.P.P. Arely Gómez González, Procuradora General y Presidenta de la Honorable Junta de Gobierno del INACIPE, en el auditorio Alfonso Quiroz Cuarón del mencionado Instituto. El Doctorado reconoce la trayectoria académica y profesional de Luis Arroyo Zapatero, así como el trabajo que ha realizado para adaptar algunas de las figuras del derecho penal europeo al contexto hispanoamericano y su defensa por la abolición de la pena de muerte, lo que contribuye al desarrollo, mejoramiento y promoción de las Ciencias Penales en México y en el mundo.
A continuación incluimos el discurso que Luis Arroyo Zapatero leyó en dicha ceremonia en el Instituto Nacional de Ciencias Penales.
La Ciudad de México vista y leída con los ojos de un penalista de La Mancha
Luis Arroyo Zapatero
Catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha
Presidente de la Société Internationale de Défense Sociale
A la memoria de Alfonso Reyes,
amparo de los españoles transterrados
Introducción de circunstancias.- Mateo Alemán y el Quijote en México.- Quijotes mexicanos: Francisco I. Madero e Isidro Fabela.- La ciudad espectáculo: Bernardo de Balbuena y Francisco Cervantes de Salazar.- La Plaza Mayor y la del Volador, lugares de ejecución.- Horca, picota y las tribulaciones de los virreyes.- Las Tablas de la Conquista del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Argentina, y la fundación de las ciudades americanas.- Lo cotidiano de los lugares de ejecución en la época: Callot, Bosco y Brueghel.- La Inquisición: Pedro Berruguete, Francisco Rizi de Guevara y la pintura del auto de Otzolotepec.- De la Santa Hermandad a la Hermandad de la Acordada y los Peralvillos.- El Peralvillo de Ciudad Real y el de la ciudad de México.- Las cofradías de la Caridad o de la Misericordia.- Las prisiones de la ciudad de México: Real, Municipal, Acordada y Belén.- El sueño de una penitenciaría nacional y Lecumberri.- Algunas enseñanzas de política criminal.
No resulta sencillo agradecer. No pocas veces porque el interesado se distancia en demasía del mérito, tanto que la modestia acaba por esconder la soberbia. Agradezco muy cordialmente a los miembros de la Junta de Gobierno su generosidad, así como a los proponentes. Pero tendrán que reconocer todos ustedes que si ponen la vista en el muro de las fotografías de los honoris causa, también conocido en la casa como el muro de las lamentaciones, pues refleja inexorablemente el paso de los años. Estarán de acuerdo conmigo en que además de rendirles a ustedes mi agradecimiento, se lo rinda a la suerte, pues resulta evidente que el destino en la vida me ha granjeado muy buenos amigos. Humilde ya no soy, pues fueron demasiados años en los que mi título fue de magnífico. Pero me impresiona sobremanera saber que mi fotografía se exhibirá junto a la de maestros mexicanos como Sergio García Ramírez, Olga Islas, Victoria Adato y, entre los extranjeros, Mireille Delmas-Marty o Claus Roxin, y entre los españoles, Rafael Márquez Piñero, rezagado ejemplo del exilio español, acogido todo él generosamente en México, en la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Academia Mexicana de Ciencias Penales y en este Instituto, además de don José Cerezo Mir y de Enrique Gimbernat.
Ponerme en la picota ejemplarizante de ese muro es motivo de estímulo para afrontar ambiciosamente las tareas del futuro y es también ocasión extraordinaria para proclamar mi gozo porque sea un honor tan mexicano como es el doctorado del INACIPE. No hay en el mundo euro-latinoamericano un instituto de esta clase e influencia como el INACIPE, descontado el Instituto de Friburgo.
Como tuve ocasión de exponer en la clausura del congreso conmemorativo de los 40 años del INACIPE en el mes de mayo, que significativamente quise titular “INACIPE y México: La balsa de piedra de las Ciencias Penales liberales”, debo personalmente mucho a México y al Instituto. Muy principalmente mi reinserción como penalista después de 20 años de rector fundador de mi universidad. El Instituto se encontraba bajo la firme dirección de Gerardo Laveaga en un momento excelente y concentraba a su llamada lo mejor de la ciencia penal global del momento, Delmas-Marty, Ulrich Sieber, Mark Pieth… Y aquí en el INACIPE fui incorporado al equipo de investigación que ha producido los resultados más relevantes para el Derecho penal comparado contemporáneo: los caminos de la armonización[1].
Pero esta es la ocasión de proclamar también las razones de mi pasión, que no solo es amor, sino amor apasionado a México, a su historia originaria, a la de la Nueva España, a la del México independiente, al México revolucionario de la Constitución de 1917, al México de la normalización contemporánea, así como, lo que es más importante, a sus gentes. Quiero compartir con ustedes las razones de ese amor apasionado. La primera no es otra que el veneno de los libros, los de historia y de relatos, que nos permiten vivir con pasión varias vidas. La segunda es el compartir la responsabilidad del territorio común de La Mancha, Don Quijote incluido. Y la tercera es la emoción por Beccaria y por un sistema penal humanista, que ha de extenderse naturalmente al tlaxcalteca Manuel de Lardizábal, supremo asesor del rey en materia penal, sin olvidar que, a diferencia de Italia, en el mundo hispánico la Inquisición era señora de horca y cuchillo y había declarado blasfema la propuesta beccariana de abolir la pena de muerte, lo que hacía de Lardizábal un reformador más prudente[2].
Por si fuera poco, tengo una amistad fraternal con el más cuidadoso editor de México, como le reconoció la Feria Internacional del Libro de Guadalajara hace dos años, y a quien conocí de modo casual, pues casual fue encontrarme en la calle Amargura en un mar de tentaciones. Miguel Ángel Porrúa me ha provisto de cuidadosos mimos y de una extraordinaria biblioteca de asuntos mexicanos, en la que he pasado los veranos de los últimos años intentando descifrar los afanes de aquellos virreyes y letrados que pretendían gobernar este reino, que no colonia —como muy bien sabe Rafael Estrada—; así como sobre los que pretendían levantar uno nuevo administrado desde aquí, o los que quisieron levantar un gobierno independiente y desde abajo, como acuñó Mariano Azuela con la novela de tal nombre.
“¡Te vas a enchilar!”, dice mi mujer en los veranos de La Mancha, cuando traslado la biblioteca mexicana a la terraza y al fresco natural, que por si ustedes no lo conocen, se lo describo con palabras de Ortega y Gasset:
En verano vuelca el sol torrentes de fuego sobre La Mancha, y a menudo la tierra ardiente produce el fenómeno del espejismo. El agua que vemos no es agua real, pero algo de real hay en ella: su fuente. Y esta fuente amarga, que mana el agua del espejismo, es la sequedad desesperada de la tierra.[3]
Y como si no dijera nada, he aludido a lo fundamental, al principio epistemológico enunciado por Carlos Fuentes al formular la idea de que lo que nos caracteriza a españoles, mexicanos y al resto de los países hispanos de nuestra América, es el pertenecer al territorio común de La Mancha. Tengo pues una responsabilidad de cultivar ese territorio común en todas mis actividades.
Además, aunque soy de Castilla la Vieja, me he asentado desde hace más de 30 años en el corazón de La Mancha, primero como rector de la ínsula de su universidad, que para más precisión tratábase de un archipiélago, o sea de varios y nobles campus —cada ciudad con nombre que alude a nuestra plaza de las tres culturas: ibéricos, romanos y árabes—, y me gusta llevar a La Mancha por bandera, cuyos asendereados caminos he recorrido con fruición.
Fue, por otra parte, en la propia capital de La Mancha, en Toledo, donde Carlos Fuentes por penúltima vez proclamó ésta como nuestro territorio común. Es la lengua lo que nos hace a nosotros y lo que, recordando de nuevo a Ortega, constituye nuestra otredad y circunstancia, además de ser espacio del mestizaje. Todo lo proclamaron el mismo Fuentes y su laudator, Matías Barchino, en su investidura como Doctor Honoris Causa en mi Universidad de Castilla-La Mancha, en Toledo, en 2005[4].
La tercera y, provisionalmente, última razón de mi pasión como penalista por México es mi doble inspiración en Cervantes y en Beccaria. La primera no requiere aquí más justificación. Hago mío y a ello me remito, además de lo que diré luego, lo que ya dijo mi héroe mexicano, don Luis Garrido —por catedrático de Derecho Penal y por rector magnífico de la UNAM, cuando a los españoles del exilio todo se les hizo necesidad—, en ocasión de su acceso al sillón de la Academia Mexicana de la Lengua, con su discurso “La criminología en la obra de Cervantes”, en el año 1956.
De Beccaria poco más tengo que decir tras lo expuesto por Sergio García Ramírez en su reciente y magnífica edición Los reformadores. Beccaria, Howard y el Derecho penal ilustrado, editado por Tirant lo Blanch en México y Valencia en 2014. No se olvide el tlaxcalteca Manuel de Lardizábal y Uribe, a quien su prudente reformismo no le aconsejó sumarse a la abolición de la pena de muerte[5].
En el último número de la Revista de Occidente, una de las más vivas fundaciones de José Ortega y Gasset, José Manuel Cuesta recuerda “que don Quijote lee el mundo real según los libros que ha frecuentado”[6]. Así me pasa a mí con México: lo pienso según lo que he leído. Y como los semióticos bien conocen y lo intuía Ortega ya en su primer libro, Meditaciones del Quijote, lo que se lee se entiende según lo que al sujeto le gusta o le preocupa.
A mí, como es lógico, me gusta y preocupa la cuestión penal y, en especial, la legitimidad de los delitos y la humanidad de las penas. Lo que me gusta y preocupa, quizá por la intensa lectura en tiempos de estudiante, es la obra del marqués de Beccaria, lectura habitual de entonces entre los estudiantes. El libro que se captaba cinematográficamente, pues nuestra vida cotidiana en el tiempo de la Dictadura de Franco era una representación real del Antiguo Régimen: delitos ilegítimos, penas crueles y tortura.
O sea, que todo lo que les cuente de mi México, ciudad y patria, está constituido por mi vocación beccariana, así como por la vocación por deshacer entuertos y socorrer a los débiles, lo que seguramente viene también de la lectura del Quijote mismo. Cervantes es buen conocedor de delitos y delincuentes y de las cárceles, de las que dijo todo y las calificó cabalmente: “donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”, que se encuentra en el prólogo de la Primera Parte. Él las conoció todas, desde las de Argel hasta las de Sevilla; más como un día jure proclamar y defender ante los académicos de la Argamasilla[7], diré que también fue en la cárcel-cueva de Medrano donde comenzó la escritura del Quijote.
América, en general, y México, muy en particular, es temprano destino de emigrantes letrados. Además de letrados civiles y eclesiásticos que vienen a cumplir su propio cargo, arriban también otros a su riesgo y ventura. Uno de ellos es el autor del Guzmán de Alfarache, Mateo Alemán, que además de literato es contador del rey. Es en esa condición en la que elabora el informe taquigráfico como inspector de las minas de azogue de Almadén, madre de todo el producto capaz de convertir el mineral en plata. Y el rey le envió a las minas, que también se llamaban galeras, no solo porque le preocupara que hubiera menos azogue, sino porque le faltaban presos galeotes y se sospechaba maltrato y abuso de bienes reales. Todo lo estudió Germán Bleiberg[8] y lo publicó. Yo me ocupé del asunto en el texto “Delitos y penas en El Quijote”[9]. Para muchos hombres de mérito fue y es México territorio de ventura, así lo dice Mateo Alemán al rey en su petición:
Majestad, he gastado la mayor parte de mis bienes en estudios de lecturas de letras humanas y he escrito algunos libros, me hayo al presente desacomodado y con deseo de proseguir a su servicio en las Indias donde los virreyes y personas que gobiernan tienen necesidades de personas de suficiencia.
Mateo Alemán llegó a México en 1608. En su expediente no se encontró tacha de sangre, cuya presencia en la de Cervantes le impidió acceder al permiso para cruzar el océano. Publicó aquí en 1609 su Ortografía castellana, protegido por el arzobispo García Guerrero, a quien dedicó luego unas honras fúnebres notables. Aquí se perdió su destino hasta hace poco, al encontrarse el expediente de ausencia instado en Sevilla por su abandonada esposa: muerto en la pobreza[10]. Américo Castro llegó a decir que sin la grandiosa visión del mundo que presentó en su Guzmán no tendríamos Quijote. Ni más, ni menos. Bien parece que el permiso para viajar a las Indias llegó tras dar Mateo todas sus propiedades, incluso los derechos de venta de la parte segunda de su Guzmán, a un secretario del rey, si bien no se sabe si lo cedió por obtener el visado o, además, por saltar el control de sangre hebrea.
Posiblemente el ejemplar del Quijote que se trajo Mateo Alemán no fue el primero en llegar a México, ni mucho menos al resto de América, pues recién publicado el libro se embarcaron para Cartagena de Indias dos cajas con un total de 100 ejemplares, cuya entrada nadie obstaculizó, y se pagó la pertinente alcabala. Por cierto, se dice por autoridades de fundamento que toda la primera edición fue prácticamente a las Américas. Así, con tal destino se ha contabilizado más de la mitad de esa edición, 500 ejemplares. Y cuenta Francisco A. de Icaza que en el mismo año se desembarcaron en San Juan de Ulúa no menos de 260 ejemplares. Narra además algunas incidencias con las que su distribución topaba por ser considerada romance, que contiene “cosas profanas y fabulosas y historias fingidas”[11] [12].
El Quijote y Sancho Panza pasan del papel impreso a la cultura popular bien pronto en las procesiones y cortejos. La primera aparición documentada de Don Quijote y Sancho Panza tiene lugar en tierras del Cuzco, ya en 1607. En la Nueva España aparecen en la vida pública y festiva en 1621. A diferencia de hoy, en que lo que realmente existe y ocurre es lo que se trasmite por los medios de comunicación de masas, en aquellos lejanos tiempos, sin medios y con tan reducido número de lectores, no existía más que lo que salía en los desfiles y las procesiones. Los artífices de la insigne platería de México hicieron la más grandiosa máscara que hasta hoy se ha visto en Nueva España, y fue con motivo de las fiestas de beatificación del patrón madrileño San Isidro. Pasó la mascarada comenzando por la famosa calle de Tacuba. Además de otras máscaras, desfilaron Belianís de Grecia, Palmerín de Oliva, todos de justillo colorado, lanzas, rodelas y cascos, en caballos famosos y, para completar, en dos camellos, Mélia la Encantadora y Urganda la Desconocida, además de Sancho, Dulcinea y los enanos encantados montados en avestruces. Tras ellos venían doce caballos cubiertos de pieles de toro bravo con sus cuernos y todo, que fue la primera vez que se vieron en América tan fieros animales. Todo lo relató y mandó imprimir en México en 1621 el platero Juan Rodríguez Abril: “Verdadera relación de una máscara, que los artífices del gremio de la platería de México y devotos del glorioso San Isidro el labrador de Madrid, hicieron en honra de su gloriosa beatificación”; se ha reproducido en Centro Virtual Cervantes, al cuidado de María Valero[13].
En México es donde he aprendido que el Quijote se lee con perspectiva y provecho diferente según la edad de lector. Lo explicaba divinamente el académico mexicano de la lengua, José Rubén Romero, en una composición de 1947, que mi amigo, admirado artesano y filósofo de la edición, Miguel Ángel Porrúa, tuvo la generosidad de reimprimir y dedicarme, y de la que yo he dispuesto como presente desde el corazón de La Mancha. Jorge Volpi ha enriquecido el asunto y advierte que el Quijote se lee de modo diferente en cada época[14]. No sé dónde lo aprendí, pero lo practico y lo enseño a todos quienes en cualquier edad no han leído el Quijote, y es que me preocupa que sean cada vez en mayor número. El Quijote se debe leer por capítulos sueltos, al amor del dedo pulgar, abrir por el capítulo que toque, disfrutarlo con tanta inteligencia y diversión como el Quijote atesora, para luego dejarnos llevar por la constante provocación al desarrollo de ideas propias o del suave sueño.
Quijotes mexicanos: Francisco I. Madero e Isidro Fabela
A México lo he leído desde el Quijote, y aquí he encontrado numerosas réplicas. Para mí, el primero de los Quijotes modernos fue sin duda Francisco I. Madero. No creo que quepa fuera de este arquetipo otra comprensión de su personalidad, de la tenacidad en su lucha por la idea de lo justo y de la política del “voto efectivo y no reelección”, así como de su compromiso con las necesidades sociales y con tanta ingenuidad descorazonadora como la que le desguarneció de los enemigos de lo nuevo y que llegó a la traición y al asesinato. Un Quijote mártir.
Con emoción he reconocido en mi último viaje el terreno de La Ciudadela, el lugar de los traidores y plataforma del bombardeo del Palacio Nacional en aquél febrero de Caín y de metralla, del soneto de Alfonso Reyes en recuerdo de su padre[15]. Tortura y muerte, primero de su hermano Gustavo y luego de Madero y de Pino Suárez. Lo han contado muchos, pero me gusta mucho Francisco Taibo II en su Temporada de zopilotes. Crueldad supina lo que se hizo y bien lo documenta el entonces embajador de Cuba en la capital, testigo en primera fila de la conspiración[16]. Grandísima impresión me produce la Revolución mexicana que sigue a la Decena Trágica. No necesito mucha exégesis de ciencia política, la fuerza de la revolución se entiende muy bien en la novela de don Mariano Azuela ya citada.
Naturalmente hubo hechos horribles, sobre todo las violencias innecesarias, que son las más propias crueldades. Me identifico fácil con los protagonistas, pues soy desde joven proclive a la solidaridad, a lo que llama el Papa Francisco misericordia, que es, más allá de lo religioso, el abrir el corazón a los necesitados, pobres y presos, y comprometerse más allá de la compasión en la activa solidaridad.
Fruto de aquel terremoto es la Constitución mexicana de 1917, cuyo centenario nos aprestamos a conmemorar. Me emociona saber que obedeció al mismo impulso político liberal y progresista de la de Weimar y la de la República Española. Seguro que habrá muchas sombras, pero los mexicanos supieron darse un sistema político que les ha evitado dictaduras imperfectas —que, por ello, son las que precisamente más dolor y sangre producen—, así como varias guerras civiles, hasta este nuevo milenio.
Isidro Fabela
Y a otro personaje como Quijote mexicano quiero aquí evocar: Isidro Fabela. Para honrarle sobran razones. La primera, haber sido el embajador en Madrid y delegado en la Sociedad de Naciones en los años de la presidencia de Lázaro Cárdenas y haberse convertido en el augur de las desgracias que iban a apoderarse de España, de Europa y, al final, de todo el mundo en los años 30. Para mí, la más importante, y segunda razón, es el haber puesto el foco de luz sobre el significado de la guerra de España y haber encendido la idea de la más gloriosa acción solidaria para con refugiados políticos que se ha realizado nunca, a lo que dediqué la lección final del Congreso del 40 aniversario del INACIPE[17]. La tercera razón es la afición de don Isidro a Cervantes y al Quijote. Este fue el asunto de su lección de incorporación a la Academia Mexicana de la Lengua en el año 1953. La que aquí se cita es la edición que se hizo de sus textos en 1966, con el patrocinio de un nutrido grupo de españoles de la revista España Peregrina y del presidente de la República, Adolfo López Mateos, preparado por el hispano-mexicano José María González de Mendoza, con el título A mi señor Don Quijote[18].
Y en esta tercera razón para coronarle como Quijote mexicano cuenta su temprana y juvenil salida antes del alba en 1911, cuando, como jefe de los modestos defensores de oficio en lo penal de esta ciudad, le compone una carta al presidente Madero instándole a que visite lo antes posible la Cárcel de Belén, pues se encontraba en condiciones imperdonables de incuria “que la intervención del ejecutivo requería con urgencia, no para reformar la prisión, sino para derrumbarla, no dejando rastros de ella”[19].
Pero volvamos a los libros con los que leí México. El primero y principal fue el de Bernal Díaz del Castillo. Viví con él la epopeya del grupo de hombres de ventura que capitaneó Hernán Cortés desde Cuba. Con ellos navegué, conocí la conexión con la princesa esclava en Campeche, la fundación de Veracruz y el camino hasta Tenochtitlán y me emocioné con el relato de lo visto desde el Popocatépetl, cuando a la búsqueda del azufre necesario para la pólvora, dieron de ojos con el paraíso. Vale para expresarlo una frase de Bernal Díaz al describir 50 años después lo que encuentran los hombres de Cortés, particularmente ante la vista de Tenochtitlán, ya desde los cerros, que Cortés compara a una nueva y gigantesca Venecia, y cuando penetran en ella y admiran sus palacios sobre la laguna, sus pirámides, los parterres flotantes de flores, los miles de piraguas, los colores y magnificencia de los vestidos de Moctezuma, y sus gentes dicen:
Al ver todas esas ciudades, asentadas tanto en el agua como en tierra firme, y esta amplia calzada, toda recta que conducía a Méjico, nos sentíamos llenos de admiración y nos decíamos que todo aquello parecían las moradas encantadas descritas en el libro de Amadís de Gaula. En efecto, ¿qué otra cosa podíamos pensar ante las altas torres, los templos, los edificios construidos en medio del agua, ni más ni menos, que de piedra. Alguno de nuestros soldados se preguntaba incluso si no estarían en mitad de un sueño, lo cual no es sorprendente ya que yo mismo no sé cómo haceros sentir lo que nosotros sentimos en una situación jamás vivida por nadie, jamás oída y quizá jamás imaginada.
Una “ciudad anfibia”, dice hoy de ella Gonzalo Celorio[20]. La verdad es que me llegó a obsesionar ese conquistador tan especial, bien alejado del pastor de oficio o del militarote desmoralizado tras terminar una buena guerra de religión y reconquista de solo ocho largos siglos, que había sido estudiante en Salamanca y letrado en Valladolid. Le dediqué un librito con el pretencioso título: El mundo en la cabeza de un estudiante en torno a 1500, o sea, Hernán Cortés[21].
La destrucción de la Venecia americana y la construcción y evolución de la Ciudad de México es también objeto de mis lecturas, desde los diálogos de Cervantes de Salazar hasta las bien contemporáneas de Carlos Monsiváis, Vicente Quirarte, Gonzalo Celorio y Héctor de Mauleón, pasando por Artemio de Valle Arizpe, Agustín de Vetancourt, Juan de Vieyra y Salvador Novo, su compilador moderno. Todos grandes cultivadores del elogio de la calle para conocer el alma de la ciudad, como dice Vicente Quirarte[22].
Al filo de mi primer viaje, repuesto de mi sorpresa al comprobar que de aquella espectacular Venecia no quedaba más resto que Xoximilco, me apresuré a conocer la ciudad nueva de la mano de los jóvenes profesores de la universidad recién fundada.
La ciudad espectáculo: Bernardo de Balbuena y Francisco Cervantes de Salazar
Lo cierto es que en poco tiempo la ciudad nueva se convirtió en espectáculo. Testigo de fiar es mi paisano de Valdepeñas, capital ya entonces del vino manchego, Bernardo de Balbuena[23].
De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
(…)
esta ciudad famosa,
centro de perfección, del mundo el quicio
(…)
En verdad, cuando acaba el siglo XVIII, la ciudad de México contaba con 64 iglesias, 50 capillas, 52 conventos y 13 hospitales, además de una universidad, que al poco de su fundación tenía más de ochenta doctores graduados[24].
Pero como decía, para conocer la ciudad tan renombrada, lo mejor es dejarse guiar por el catedrático y dos veces rector de la Real y Pontificia Universidad de México, Francisco Cervantes de Salazar, quien en uno de sus famosos diálogos nos hace de extraordinario guía[25]. A mí me gusta salir con Zuazo y Zamora y sumarme al forastero Alfaro, a caballo como ellos para ver mejor la belleza y la inteligencia de su arquitectura y de su urbanismo. Se comienza siempre por la calle de Tacuba para dar a la plaza. Aprovecho que hasta Joaquín García Icazbalceta no logra comprender bien la estructura urbana de 1554 para trastocar algunas cosas de sitio. En mayor medida nos orienta más recientemente Miguel León-Portilla en su introducción a la edición de referencia y en su comentario al mapa de México de 1550. Es más, para que me cuadre el argumento trastocaré también los tiempos, si fuera conveniente a la narración, que será principalmente la que interesa más al penalista, con la venia de los historiadores de la ciudad.
La Plaza Mayor y la del Volador, lugares de ejecución
La entrada en la Plaza Mayor sería de pasmo, a pesar de la presencia del Parián, dando vista a la Real Audiencia, al Ayuntamiento y a la Catedral. De allí me gusta recorrer hasta la universidad, pero pido a mis amigos que se detengan, pues entre el Parián y el palacio están los instrumentos del ius puniendi: la picota y la horca. En efecto, en la plaza, más bien en su cuarto entre el palacio, el mercado y la acequia, donde “Es tal la abundancia de barcas, tal la de canoas de carga (…) que no hay motivo de echar de menos las de Venecia”; y sigue Alfaro: “Al lado está la horca, a la que se entra y sube por una puerta con su escalera y a causa de su elevación se descubre desde lejos”.
En realidad, horca y picota estarán allí hasta que el virrey Revillagigedo las desmonte y desplace a la Plaza del Volador, donde desde entonces se ejecutaron las penas capitales, hasta que se levantó sobre ella el magnífico edificio de la Suprema Corte. El solar estaba predestinado a tan alto destino, pues era el lugar de la ceremonia del fuego nuevo que tenía lugar cada 52 años[26].
Las casas municipales albergan a los dos alcaides, que Zamora señala que tienen facultad de imponer la pena capital. Arriba esta la sala del Cabildo y a sus espaldas la cárcel de la ciudad, pues la real está en el palacio y lo seguirá estando hasta con su cuartito del tormento.
Pero llegados a la esquina preguntamos por una casa que hay entre el palacio y la trasera de la Plaza del Volador, de la que se oyen salir voces como de gente que grita. Zuazo nos responde: “es el santuario de Minerva, Apolo y las Musas, la escuela donde se instruyen en ciencias y virtudes los ingenios incultos de la juventud”. O sea, la universidad, digamos nosotros, a lo que él añadiría “los que gritan son los profesores”. En lado contrario del palacio respecto de la universidad estaba el palacio arzobispal; más que palacio, fábrica, pues hasta las campanas tenían allí su fragua y, naturalmente, la cárcel eclesiástica. Por ser tal podría servir también de cárcel universitaria, pues fuero propio tenía Salamanca y no creo que se restringiera aquí. Me comprometo a estudiar este asunto en complemento de un bonito trabajo que en su día titulé: “De cuando los rectores tenían cárcel propia”, espacio que yo en mi oficio eché mucho de menos. A las puertas de la cárcel episcopal fue muerto el licenciado Primo de Verdad, primera víctima liberal de la crisis de 1808, por hereje, es decir, por entender que la soberanía popular estaba por encima del derecho divino, como le reprochó el inquisidor Bernardo Prado y Ovejero.
Horca, picota y las tribulaciones de los virreyes
No debemos empero dejar la plaza sin más, pues en ella lucen la picota, la horca y la fuente, los dos primeros símbolos máximos del ius puniendi. No falta tan curioso mobiliario en ninguno de los planos de esta época, hasta que el virrey Revillagigedo actuó como gran urbanista y tutor de la salud pública. Tapó el canal o acequia, cubriéndole de lajas de piedra, cambió la fuente por otra limpia, de caños abiertos sin depósito de aguas que eran depósitos de todo y la horca se la llevó a la Plaza del Volador. Esto último no lo hizo Revillagigedo solo por razones de salud pública, que eran suficientes razones, pues la Plaza Mayor era sitio lleno de inmundicias, ya que allí se arrojaba todo lo corrompido del mercado. Había incluso unas letrinas descubiertas y sin diferencia de sexo, como ahora se establece en EE.UU., y sin que hubiera algo que las ocultara a la vista del público. Las pocilgas que cubrían la plaza quedaban abiertas y libres por la noche, cometiéndose en ellas toda clase de obscenidades. Pero lo peor era que, de día, además del permanente y desagradable cuadro general se les presentaban, a la vista de virreyes, autoridades y visitantes en general, cuadros de nauseabunda fetidez. De la fuente y su contenido mejor ni hablar. Pero el virrey alivia la plaza además para poner a resguardo su cabeza y que no le pasara como a su antecesor Matías de Gálvez. Lo explico porque pone de manifiesto que de las cosas hay que echar la culpa no solo a los españoles sino, en su caso, también a los romanos.
Y es que en Roma cualquier condenado a muerte que se encontraba camino de la ejecución con el Pontifex Maximus, recibía el indulto de modo automático. No se solía producir el encuentro y mucho menos en Madrid, donde el rey se movía con impresionante trajín. Pero en México, si se comenzaba a encaminar al justiciable a la horca y el virrey salía de palacio y topaba con el reo, el indulto era inevitable. Bien es cierto que pendiente de confirmar siempre por Su Majestad. El caso es que a don Matías de Gálvez se le aparecieron en el camino dos desgraciados que iban para su ejecución al ejido de la Concha, que por lo tanto quedó suspendida. Los maledicentes achacaron a Gálvez el comportarse como si el mismísimo rey fuera, falaz y peligrosísima sospecha que se agigantaba cuando se denunció que había ordenado levantar el Castillo-Palacio de Chapultepec. La infamia era que quería ser rey. Por ello le denunciaron los criollos, los mismos que luego no quisieron saber nada de Cádiz en 1808, bien es cierto que sometidos todos a la natural confusión de tener tres reyes seguidos en menos de dos meses y enterarse de todo en un solo día, para ser el último de ellos un francés, José Bonaparte. De Francia dijeron: no queremos nada, ni tampoco quisieron saber luego mucho más de Cádiz y de la Constitución de 1812[27].
Todo ha sido muy bien narrado por el embajador y novelista Eduardo Garrigues en su recién publicada novela sobre De Gálvez, El que tenga valor que me siga[28]. Al pobre virrey, al más ilustre general, que había ganado la batalla de Pensacola y expulsado a los ingleses del seno mexicano, contribuyendo así decididamente a la independencia de Norteamérica, le entraron unas fiebres que lo llevaron al otro mundo. Mataban más los disgustos que daban los criollos que los cañonazos de los ingleses. Don Matías procuró que una real orden hiciera el relato oficial del asunto y se dispusiera de ahora en adelante “que el Juez de la Acordada avise al Virrey del día y hora de las ejecuciones de sentencias capitales, y que el Virrey no salga en público mientras lleven los reos al suplicio”[29].
Le siguió en el cargo Revillagigedo, quien hizo una obra titánica. El memorial que deja a su sucesor es el memorial de las infamias, la de los criollos y poderosos que acataban pero no cumplían las leyes de protección de los indios, y la infamia de la burocracia centralista que obligaba al virrey a someter a Madrid toda decisión relevante.
Pero observemos detenidamente el panorama que veía el virrey al levantarse por la mañana en los días de ejecución. El grabado, bien conocido, representa la ejecución capital con todo el boato. Pudiera el grabado representar muy bien la conclusión de la primera tarea urgente que tuvo Revillagigedo para mostrar eficacia, justicia e igualdad en el trato de residentes y peninsulares. Se trataba de Joaquín Dongo, rico comerciante y albacea del virrey De Bucareli, que había sido asaltado en su casa y asesinado. Con la celeridad propia de una buena policía en verdad inexistente, en 15 días se averiguaron los culpables, que resultaron ser tres gachupines, y fueron enjuiciados, condenados a muerte y ejecutados, como ha estudiado muy bien Odette María Rojas[30]; pero como dos alegaron fuero de nobles por ser vascos (sic) reclamaron ser ejecutados a garrote y no en la horca como el otro, que resultó solamente ser de las Islas Canarias. Todos fueron llevados a la Plaza Mayor y se hizo uso de la horca y de dos de los cuatro palos de su instalación para dar el garrote. Decía don Constancio Bernaldo de Quirós en La picota en América que México encontró una gran solución para combinar la picota y la horca, armando una gran horca sobre la picota misma[31]. El artefacto del garrote no era bien conocido, parece que se empleó por vez primera, en América, en Veracruz, donde causó gran sensación en 1771 con un joven de color, reo por el entonces “pecado nefando”[32]. Repárese en que frente a la horca, tan fisiológicamente ignominiosa, el garrote era privilegio de nobles, aunque fueren de tan reducida condición como los dos hijosdalgo vizcaínos. La relevancia del método ejecutivo se advierte en el hecho de que las Cortes de Cádiz abolieron la horca y la sustituyeron por el moderno artefacto del garrote, igual para todas las clases; lo que también había hecho tres años antes José Bonaparte, pero no Fernando VII, quien tornó a la horca muy tardíamente, en 1832, cuando ofreció a su esposa la reina, en su cumpleaños, la vuelta general al garrote, aunque diferenciado por clases de delitos y de personas. El fundamento del real decreto del 4 de abril merece lectura, pues muestra tanto la falsía del rey, como el espíritu humanista del secretario que lo redactó:
Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la mereciesen, he querido señalar con este beneficio la grata memoria del feliz cumpleaños de la Reina mi muy amada esposa, y vengo en abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte en horca; mandando que adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas del estado llano; en garrote vil la que castigue los delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para los que corresponda a la de hijosdalgo.
Los franceses en el contexto cientificista de la revolución encontraron una ejecución más humana en la máquina de la guillotina[33].
La picota servía para exponer el cadáver del ejecutado o sus miembros previamente descuartizados, lo que formaba parte de la pena. En España se llega a descuartizar al general Del Riego en la brutal reacción de Fernando VII al Trienio Liberal, en 1823. Pero los miembros podían ser distribuidos en diferentes escenarios. Así, el verdugo de los asesinos de Dongo, tras destruir el cuchillo homicida, amputa las manos, una para colgar en el dintel de la casa de la víctima y otra para el lugar donde se escondió el botín. Se prohibía retirarlas so pena de vida. Las cabezas eran buen instrumento para inspirar miedos y lo inexorable del castigo. Así se hizo con las de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en sendas jaulas de hierro en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato.
Las Tablas de la Conquista del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y la fundación de las ciudades americanas
Un cepo solía haber en la puerta de la cárcel del Palacio, edificio que en alguna ocasión sirvió de palo de horca al colgar al condenado de alguno de sus balcones[34]. La horca y la picota que remueve Revillagigedo estaban en la plaza desde el principio de la refundación de la ciudad. Incluso el Tzompantli puede verse como referencia previa y de similar función[35]. Lo sabemos bien desde la fundación de Veracruz: traza urbana, plaza, iglesia, horca y picota. Lo narró Bernardo de Vargas Machuca en su Milicia indiana (1599)[36], de donde podemos concluir que su instalación pertenecía a la liturgia de la fundación de las ciudades. Para verlo nosotros hoy tenemos el privilegio de poder acudir a las Tablas de la Conquista de México en una serie de 22 óleos sobre madera y con incrustaciones de nácar, que pertenece a los fondos del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y llegaron a ser expuestos en México en 1997, en el Museo de El Carmen. Una completa referencia a este biombo ha sido realizada por América Malbrán[37]. De nuestro especial interés es la III, en la que se advierte a la perfección el acto ritual de levantar horca y picotas en el centro de la plaza.
Merece la pena leer lo que se preceptúa para después de que caciques y españoles hayan preparado un gran árbol en agujero profundo, dejándolo derecho y bien hincado: el caudillo tomará un cuchillo y le hincará en el palo y dirá:
Caballeros, soldados y compañeros míos y los que presentes estáis, aquí señalo horca y cuchillo, fundo y sitio la ciudad de [la que se trate] (…) y mantendré paz y justicia a todos los españoles conquistadores, vecinos y habitantes y forasteros y a todos los naturales, guardando y haciendo tanta justicia al pobre como al rico, al pequeño como al grande, amparando las viudas y huérfanos.
Después se procederá al Reto, como se dijo que hizo Cortés en Veracruz: “Y luego, armado de todas sus armas (para cuyo efecto lo estarán) pondrá mano a su espada y haciendo con ella campo bien ancho, entre la gente, dirá arrebatándose de cólera: Caballeros, ya yo tengo poblada la ciudad de [tal] en nombre de su majestad”[38].
En la ciudad de México había más lugares de ejecución. Poco más adelante, en nuestra cabalgada de paseo, al describir el mercado de Tlatelolco, dice Zamora que allí está “la casa de gobernador, que ellos llaman cacique, contigua queda la cárcel para los reos indios… y en el centro de la plaza la horca”, a manera de torre, siempre con pretensión de ejemplaridad, de prevención general, diríamos hoy. Se trataba de un patíbulo para indios, del mismo modo que hubo más tarde otro tan específico para naturales que quedó confinado más allá de los renovados límites de la ciudad, en la plaza de la Romita. Buñuel dio a la plaza conocimiento universal, al rodar en ella para Los olvidados, de 1950, un diagnóstico acertadísimo y crítico de las causas y condiciones de la conducta desviada de los jóvenes, un moderno Lazarillo de Tormes, con música de Cristóbal Halffter y sobre temas de Gustavo Pittaluga. Queda allí una placa de bronce en su recuerdo. Fue la película tan duramente escandalosa para la buena sociedad mexicana como lo debió de ser en Brasil en 1937 la novela de Jorge Amado, Capitanes de la Arena, que llegó a ser prohibida por el gobierno de Vargas.
Con todo, a pesar de Revillagigedo, se volvió de vez en cuando a ejecutar en público y con cuanto mayor posible, mejor, es decir, de nuevo en la plaza. Así lo vio el viajero inglés Bullock: dos reos a los que se dio garrote y después de muertos se los izó con una cuerda al cuello hasta lo más alto del patíbulo, donde quedaron expuestos un corto espacio de tiempo[39].
Lo cotidiano de los lugares de ejecución en la época: Callot, Bosco y Brueghel
En verdad los lugares de ejecución y sus instalaciones pertenecen al paisaje de las ciudades de Europa y América de aquel tiempo. Si con motivo del centenario de El Bosco repasamos a éste y a su seguidor Brueghel no solo veremos maravillas como El jardín de las delicias. Observaremos también cómo en la representación de las ciudades el centro es siempre el lugar de las muertes de Justicia. Lo vemos ya en la obra de Jacques Callot, en el catálogo que tituló anticipando a Francisco de Goya: Les Misères et les Malheures de la Guerre, que comportan además de una escena de ejecuciones en masa en el campo militar, un muestrario de los horrores capitales en la plaza mayor de la ciudad flamenca durante la guerra de los 30 años, en torno a 1630[40]. La publicidad masiva de las ejecuciones capitales estaba destinada a la ejemplaridad y a la amenaza mortal para quienes incumplan las reglas. La tortura está bien presente como terrible mal inexorable del sufrimiento para averiguación de la verdad. El pie de la estampa dice en francés: “Mira lector cómo la justicia mediante suplicios tan diversos y para la tranquilidad del Universo castiga la malicia de los malvados. Por lo que ves conviene que evites los delitos, y librarte así de los castigos”.
La Inquisición: Pedro Berruguete, Francisco Rizi de Guevara y la pintura del auto de Otzolotepec
Nuestros amigos de un Diálogo de Cervantes de Salazar siguen al paso de sus caballos y se llegan hasta la plaza y portales de Santo Domingo. Aquí nos diría Don Quijote, “con la iglesia hemos dado”, pues además de portales de escribidores y el convento de los dominicos, damos con el Palacio de la Inquisición, tema para un penalista, pues en ese ámbito se ejerce lo más agudo del ius puniendi, ya que se persigue no ya solo el cuerpo, sino la propia alma de los seres humanos.
Los mexicanos conocen a Buñuel mejor que los españoles, y les contaré que mi Universidad en Toledo alberga la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales en el convento central y global de los dominicos, el de San Pedro Mártir, donde se encontraba —diríamos hoy— el disco duro de la Santa Inquisición. En dicho convento gustaba Buñuel de rodar alguna escena de las películas que hizo en España, por ejemplo, Viridiana y Tristana. Cuando investimos allí Doctor Honoris Causa a José Saramago, Don José pisaba con sumo cuidado las losas de los sepulcros, saltando las de los grandes inquisidores.
Me causa gran impresión visitar el edificio mexicano, fotografiar el escudo que ostenta la espada y la cruz, que si estuviera pintada, lo estaría de verde, porque a la espada se acompañaba el fuego purificador, y se usaba la leña verde por durar más y producir más humo y alarma. Ya lo decía Bernardo de Balbuena:
(…) es de la de fe un alcanzar artillado,
terror de herejes, inviolable muro,
de atalayas divinas rodeado:
una espía, a quien no hay secreto oscuro,
que tiene ojos de Dios y el delincuente
aun en el ataúd no está seguro.
Para visitar el Palacio de la Inquisición disponemos de informadores y voluntarios guías, como don Artemio de Valle Arizpe, el buen conocedor de casi todo, pues tuvo acceso a actas de procesos inquisitoriales, en las que todo se anotaba como tomado taquigráficamente, papeles luego tristemente desaparecidos. Con ellos narra historias, y una es la visita de la virreina, esposa de Matías de Gálvez[41].
Pues bien, en México los autos de fe se realizaban en la Plaza Mayor y en la del Volador, además de la Catedral, la iglesia de Santo Domingo y otras, y el quemadero se situaba en el frente del Convento de San Diego, de lo que no queda más que un hermoso azulejo.
Un gran día de auto de fe se vivió el 10 de abril de 1649. Además de los pregones de vísperas por toda la ciudad, el 10 comenzaron a formar a los reos a las cuatro de la mañana en la sede del tribunal. Sacaron primero a los reos de la cárcel perpetua que daba a la calle de tal nombre, hoy República de Venezuela; salieron de la Plaza de Santo Domingo y de aquí por la Encarnación, Reloj, Palacio y puerta del palacio hasta la Plaza del Volador, donde habían construido los arquitectos concertados un extraordinario estrado que había llevado tres meses. Tenemos una excelente descripción del cortejo y de los estrados, que hizo Manuel Ramírez Aparicio y que sintetiza María Luisa Rodríguez Sala. También puede leerse, además de en el acta oficial, en don Artemio de Valle Arizpe y otros.[42]
Tenemos datos, descripción y actas, pero no tenemos una gran pintura de la que nos podamos servir como la del extraordinario auto de fe de Madrid, compuesto el figurado de Santo Domingo de Guzmán por Pedro Berruguete en torno a 1495, y el pintado por Francisco Rizi de Guevara, narrado en la Relación histórica del Auto General de Fe que se celebró en Madrid en el año de 1680, por José del Olmo —quien además de notario del secreto era arquitecto de la Inquisición y de la Villa de Madrid así como cosmógrafo[43]—, impresa por vez primera en dicho año y reimpresa en 1822, ya en el Trienio Liberal[44].
De México tenemos el dibujo que publicó Alfonso Toro en 1944[45] y el bien compuesto Auto de Fe de San Bartolomé de Otzolotepec, aun cuando éste era responsabilidad de la jurisdicción directa del arzobispado y excluía a la Inquisición por razones bien conocidas[46].
Los cuadros de Rizi y del auto de Otzolotepec lo dicen todo y solo tenemos que proyectarlos sobre los estrados y catafalcos, que está documentado que se levantaron en la Plaza del Volador: los reos en una media naranja cerca de la universidad, virrey y grandeza bajo el palio de terciopelo negro con las armas de la Inquisición bordadas en oro; otro brazo del estrado se levantaba a las puertas del convento de Porta Coeli, del que queda solo la iglesia, y en cuyo dintel nos estremece la leyenda: Terribilis is locus iste. Como es bien sabido, en los estrados del Volador se pronunciaban las sentencias de fe. A continuación, los relajados al brazo secular eran llevados a otro estrado, frente a las casas consistoriales y allí el juez les pronunciaba las condenas: muerte y quemadura para los arrepentidos y quemadura hasta la muerte para los relapsos recalcitrantes, o reincidentes. De allí, de nuevo en ominosa procesión, subían por la calle de Plateros y San Francisco hasta la Alameda y su quemadero. A los arrepentidos se les daba garrote primero y a todos se los ataba a los palos hincados que allí había y se aplicaba el fuego a la leña verde, para que la quema y el dolor durasen más a los que quemaban en vivo.
Casi todo lugar era bueno para los autos de fe, en especial las plazas, sobretodo la Mayor y, más tarde, la del Volador. De la Mayor se aprovecha mucho, especialmente el esquinazo entre el cabildo y las casas de mercaderes. También se emplea el interior de las iglesias, sobre todo de la catedral, aunque no siempre, pues el lugar depende de las relaciones y crisis de preferencias entre el virrey, la audiencia y el tribunal de la Inquisición[47]. Por lo general, la universidad y el Cabildo están siempre de acuerdo y siguen a los inquisidores en todas las profesiones. Se hacen autos y autillos en los dominicos, en el Convento de San Francisco, dentro o en su plaza, y hasta uno en la profesa. Se prefería el interior de las iglesias desde que comenzaron a aparecer los primeros confesores solicitantes y otras faltas de severa inmoralidad de los clérigos.
Las mejores relaciones de los principales autos, procesiones, tablados, preferencias y ubicaciones son las correspondientes actas y relatos oficiales del auto de 1596, en el que se enjuicia y condena a la madre y hermanos de don Luis de Carvajal, quien ya había sido condenado con todos los demás en el auto de 1590 y el auto de fe grande de 1649[48].
Muy tremenda impresión debían producir también en las gentes las solemnes procesiones que se organizaban en los días siguientes a las ejecuciones principales por las calles acostumbradas, desde el lugar del tribunal o desde la prisión para proceder a ejecutar la pena de azotes, lo que se llevaba a cabo en varias estaciones y lugares de gran vista, con pregones y tambores. A los que condenaban a servir en galeras parece que los dejaban tranquilos en la cárcel real hasta emprender el viaje a Veracruz.
Sobre el horror de la idea clave de la Inquisición y de la crueldad de sus modos ejecutivos ilustra el destino de la familia Carvajal, extinguida en tres autos de fe sucesivos. Todos fueron condenados, el primero: el paterfamilias, que era ni más ni menos que el gobernador de Nuevo León en 1590. Y condenada su cuñada, tras terrible y taquigrafiado tormento, y los hijos de ésta. En 1596 se vuelven a enjuiciar como reincidentes y así los ejecutan a todos, y al fuego vivo a su hijo Luis. A la hermana pequeña esperan para ver si recuperaba la razón tras los tormentos propios y los infligidos a la familia; cuando les pareció a los inquisidores que ya se había recuperado bastante, la ejecutaron en 1601. Aunque pueda decirse que se ha mitificado con algún exceso, ganas dan de imaginar una visita a don Guillén de Lampart, por interés en su genialidad y no solo porque visitar a los presos sea una obra de misericordia, claro que el condenado nos terminaría metiendo también en algún lío[49].
De la Santa Hermandad a la Hermandad de la Acordada y los Peralvillos
Las ejecuciones civiles de segunda clase y su quema o enterramiento se realizaban en el ejido de la horca situado junto al puente de la Concha, donde llevaban a los condenados que indultó Gálvez. La horca se levantaba sobre un patíbulo de madera revestido en metálico. Allí estuvo hasta conocerse la abolición por las Cortes de Cádiz, cuando el pueblo arrasó horca y patíbulo el 30 de septiembre de 1812[50].
Y llegados a este punto geográfico se nos cruza otra historia de ejecuciones y sus protagonistas, pues andando el tiempo se levantó allí el Tribunal y Cárcel de la Acordada, asunto en el que se unen historias comunes de mi tierra y de ésta, la Santa Hermandad y el lugar de Peralvillo, lo que les relato en lo que sigue.
Si llegados a la Alameda nos recorremos hacia lo que hoy es la calle Balderas, pronto encontramos referencias de interés penal. Allí estaba primero la sede de más presencia de la Cárcel de la Acordada, nombre misterioso para profanos. Este edificio fue sede de una jurisdicción especial, que ante una crisis de criminalidad se crea al modo de la Santa Hermandad de España; aunque en la península tuvo origen en el puro vacío de poder en los campos de Talavera, Toledo y Ciudad Real que abrazan los llamados Montes de Toledo, lugar de colmenas y golfines, base operativa de todos los delincuentes del centro de la península. Prevista en la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, Título IV, Libro V, era una suerte de policía judicial con jueces propios, independiente de la justicia de la ciudad y de la audiencia, financiada por las ciudades y particulares.
El lugar para las ejecuciones en el alfoz o distrito de Ciudad Real era el lugar llamado el Peralvillo, a dos kilómetros de la capital. Allí, sobre lo alto de un cerrillo, se hincaban las estacas a las que se ataban los reos para proceder a su asaetamiento. La tarea era dura para los cuadrilleros de ballesta, pero terrible para los condenados, pues no debe ser fácil acertar en órganos vitales con tan burdo instrumento en cuanto a precisión. El espectáculo debía de ser horrible, con los condenados deshaciéndose a gritos y dolores hasta encontrar el momento de la muerte. Posiblemente no estuviera previsto en el procedimiento el puñal de gracia, del mismo modo que no se autorizaba el descendimiento de los reos de las estacas del suplicio y permanecían allí los cuerpos hasta su completa descomposición. Concluido este proceso se depositaban los huesos en una fosa pétrea, de origen volcánico, típica del Campo de Calatrava, que se sigue conociendo como “fosa de los huesos”. El espectáculo de los condenados, moviéndose durante días entre espantosos dolores y gritos hasta que exhalaban el último suspiro, debía de impresionar a cualquiera, además de que no era fácil olvidarlo para los que por allí pasaban, en pleno camino real de Toledo a Andalucía.
Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, o española define a Peralvillo como “pago junto a Ciudad Real, a donde la Santa Hermandad hace justicia a los delincuentes con la pena de saetas”. Claro es que Covarrubias no define topónimos, sino que hace metáfora de la crueldad y del sufrimiento. Francisco Rodríguez Marín lo relata en el Libro de grandezas y cosas memorables de España, y concluye con esta variante metafórica también: “La justicia de Peralvillo, antes las saetas que los escribanos”[51]. El viajero Filippe Le Bean relató lo que vio: “El blanco se fijaba en la tetilla derecha; el que acierte recibe 24 maravedíes, y el que yerre paga una multa de un castellano de oro que se gasta después en vino y festejos. Todos los que quieren pueden disparar y no se considera vergonzoso, ni deshonroso”. Tampoco era quizá la forma más cruel de matar, pues el Cuaderno de Fuensalida, de 1466, en su Ley 23, establecía para el crimen de sodomía que les “sean cortadas sus varonías e colgados de un palo las piernas arriba e la cabeça ayuso e sea asaetado fasta que realmente muera”. Se planteó el asunto en las Cortes de Castilla y se acordó en Segovia en 1532 por los miembros del parlamento lo siguiente: “suplicamos a V. M. que, porque los que se condenen por la Santa Hermandad a pena de saeta los asaetean vivos sin que primero los ahoguen, y pare cosa inhumana y aun en causa que algunos no mueran bien, que V. M., mande que no pueden tirar saetas a ninguno sin que primero lo ahoguen, puesto que esto se hace con los herejes”. Y a esto el rey responde “que tenemos por bien lo que nos suplicáis, y ansí mandamos se haga de aquí adelante”, y el glosador añade “que se corrija ansí el cuaderno de la Santa Hermandad”[52].
En verdad creo que se trata del primer diálogo político directo con el poder por parte de los ciudadanos sobre la exclusión de la crueldad de la ejecución de la pena capital y sobre la humanización de la misma.
El Peralvillo de Ciudad Real y el de la ciudad de México
Peralvillo es lugar universal en la literatura y no solo por obra de Miguel de Cervantes en el Quijote, cuando en el Capítulo XVI, Don Quijote se monta en el caballo Clavileño con ánimo de subir al espacio sideral, y Sancho Panza, que le sigue más que por disciplina, por el miedo de que se quede solo, exclama intentando convencer por última vez a su señor de no emprender tan descabellada aventura: “Tápenme, respondió Sancho, y pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de diablos que den con nosotros en Peralvillo”. Y dice la nota de Don Francisco Rico, el gran editor del Quijote, y del Guzmán: “Es un pueblo de La Mancha de Ciudad Real donde la Santa Hermandad ejecutaba a los sentenciados. La ligereza con que se condenaba sin escuchar al reo, es origen de la frase: ‘La justicia de Peralvillo que, asaetado el hombre, le formaban proceso’”.
Ese Peralvillo se convirtió en metáfora para aludir al lugar de ejecución de criminales y de golfos. El lugar alcanza resonancia literaria[53]. Y podría preguntarse alguno: ¿qué tiene que ver esta historia con el barrio, que antes de tal fue solo un lugar, y que 200 años antes de desaparecido el hipódromo no tenía asunto de relevancia distinto de la garita que guardaba la puerta entre la traza de la ciudad y el camino a Tepeyac? Creo que se habría llamado sencillamente garita o puerta, si no fuera porque allí se situaba una horca, un lugar de ejecución, especialmente para el escarmiento y contrición de los naturales[54].
Las cofradías de la Caridad o de la Misericordia
En todas las ciudades históricas hispanas existían cofradías dedicadas especialmente a dar entierro a los ejecutados en aplicación de la pena capital. La cofradía de la caridad en Toledo es la más antigua de las españolas y todavía hoy desfila en la procesión del Corpus abriendo su camino con un pico y una pala. Daba enterramiento también a los ahogados en el Tajo, terreno que seguramente cubría a los suicidados, para reducir problemas a las familias, pues no podían ser enterrados en sagrado, y la piedad no alcanzaba entonces a la admisión en los cementerios.
En México existían también tales cofradías, pues entre los entierros estatutarios incluían los de los ejecutados. En la capital fungía como tal la Iglesia y la Casa de la Misericordia, que contaba con un Cristo que acompañaba en procesión a los reos que iban a ser ejecutados, y regresaban con el cadáver, al que daban enterramiento en sus propios predios. Así lo narra Jorge Ignacio Rubio[55]. La Iglesia y la Casa de la Misericordia se ubicaban en la zona actual de la calle de Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, donde hay una casa a la que todavía se llama “la casa de los huesitos”. Víctimas, la casa y la iglesia, del terremoto de 1792, se trasladaron las funciones a la Iglesia de la Santa Veracruz. También está bien documentada la función del entierro de ejecutados en otras cofradías, especialmente la de la Santa Veracruz de San Luis de Potosí[56].
Las prisiones de la ciudad de México
Pero volvamos a la Plaza Mayor. Lugares de ejecución y de quemaduras se entrecruzan con los lugares de la pena de muerte en vida, que son las prisiones. Las cárceles de México nacieron y se sucedieron al paso que siguió la ciudad, entre sismos devastadores y crisis políticas y económicas demoledoras, con cantos de cisne sucesivos que dieron a luz espléndidas y efímeras prisiones.
Todas ellas se pueden seguir con la literatura o con los trabajos científicos. Aquí se hace sobre todo con referencias literarias, pero con fundamento en la ciencia, con mucha seguridad, pues de ello se han ocupado magistralmente Sergio García Ramírez, María Luisa Rodríguez Sala, Elisa Speckman y Martín Barrón[57], a los que me remito.
De la Acordada ya hemos aludido a su nacimiento y jurisdicción común a España y México. Pero nos referiremos ahora a la imponente fábrica. En efecto, poner en marcha un recinto sólido para presos y escribanos en condiciones de seguridad y decencia para el ya elevado a Tribunal Real de la Acordada, no podía resolverse en los ruinosos palacios o conventos de siempre. Poco antes de alcanzar la cifra de los 2 mil 200 ingresos nuevos al año, logran levantar un edificio de nueva planta en 1761, apto para mil reos que inauguró el virrey Marqués de las Amarillas, con tanto contento y alborozo como desolación, cuando en 1776 un sismo lo derribó de sus propios cimientos.
El famoso Real Acuerdo atribuyó la jurisdicción plena y no sometida a la Real Audiencia y autorizó el procedimiento sumario. En su literal se justifica “porque la prontitud de castigo conduce mucho al escarmiento”. Compuesto y sin cárcel, el Real Tribunal de la Acordada consiguió del ayuntamiento terrenos en el ejido de la horca, en unas casas del Puente de Gallos, en la trasera de la parroquia de la Veracruz. Así la horca quedaría bien cerquita para ejecutar a aquellos a quienes no se enviara a trabajos forzados en Veracruz o en la Habana, ya que unos mil al año iban a galeras. La fuerza tozuda de la justicia consiguió allí levantarla de nueva fábrica[58].
Un testigo y protagonista del último tiempo de la cárcel de la Acordada fue Ignacio Cumplido quien, como consecuencia del destino inexorable de los editores y periodistas en tiempos difíciles, en 1840 dio con su cuerpo en la prisión y por fortuna recibió trato especial y así pudo hacer la detallada y realista descripción y el furibundo alegato contra el estado de la cárcel y de los presos en ella. Cumplido conocía bien los grabados de Piranesi y las obras de Howard, y todo se lo encontró allí. En cuanto salió, publicó su alegato en El mosaico mexicano: “A vista de lo que pasa en la cárcel de la Acordada a mediados del siglo XIX, ¿qué diferencia se encuentran con lo que acontecía en el siglo XVI, dentro de las cárceles de Europa, cuando los progresos de la civilización tenían, respecto de hoy, el atraso de más de doscientos años?”[59]
La cárcel de la Inquisición fue cerrada y la institución extinguida el 10 de julio de 1820, tras la renovada entrada en vigor de la Constitución de 1812. Un piquete de 70 hombres y dos cañones irrumpieron en el palacio tras varias intimaciones no atendidas. Todavía quedaban tres presos, uno por judío, Crisanto Gil Rodríguez, el guatemalteco, de gigantesca estatura. En la copa del sombrero llevaba un libro de filosofía. Quedaba también un cura que había defendido la Independencia desde el púlpito y otro que llevaba 30 años dentro.
La fuerza autodestructiva de las prisiones es inversamente proporcional al valor moral de lo que llamamos los penitenciaristas, que son los que tienen por oficio dirigir el sistema penitenciario profesionalmente y los que lo investigan, así como los que por haber padecido las cárceles y tener el oficio oportuno efectúan críticas y propuestas de reforma. Así lo hizo Ignacio Cumplido tras la demoledora protesta contra la Acordada y elaboró una propuesta de reforma con un diseño de prisiones y sistema penal de dimensión humanista y resocializador: la escuela reformadora, un establecimiento celular con trabajo penitenciario, para mil 600 hombres y 400 mujeres. No olvidemos que Sing Sing era el modelo entonces en alza. Un constructor informado, residente en la ciudad, que había levantado los planos de las nuevas cárceles americanas, Santiago Condon, concluía: “la ex Acordada resultaba ‘una caverna inmunda’ que los ‘amantes de la humanidad’ no podían permitir”[60].
En los primeros años de la Independencia se ocuparon de la cuestión penitenciaria de modo notable Manuel Payno y José María Luis Mora, quienes realizaron sendos viajes de estudio en 1845 y 1846 respectivamente. El primero a Estados Unidos, en donde la reforma penitenciaria y la creación de nuevos modelos estaban de gran actualidad. Al segundo, aprovechando su condición de embajador en Londres, le encomiendan el estudio de las prisiones en el Reino Unido. En verdad, solo con El Periquillo Sarniento, los artículos de Ignacio Cumplido y la novela de Manuel Payno, Los bandidos de Rio frío, se puede componer una crónica del sistema penitenciario del México en el siglo XIX[61].
Puede decirse, en consecuencia, que también lo penitenciario ha contribuido a la construcción de la ciudad que llegó a entusiasmar a Alexander von Humboldt[62], quien llegó precisamente en la fiesta de erección de El Caballito de Carlos IV, obra del gran Tolsá, hoy sometida a cuidados intensivos. A su defensa y reivindicación se empeñó con inteligencia y pasión el gran maestro Guillermo Tovar de Teresa, tan tristemente desaparecido cuando estaba ya tan cerca de conocerle. En su homenaje se debe hacer referencia al pegaso, que, como él proclamó, es la bandera y metáfora de lo mexicano dentro de este territorio común de La Mancha. También es verdad que ese México asombroso es el que Revillagigedo ha dejado preparado para la vida y para el turismo cultural. Francisco Sedano, en sus Noticias de México, dijo que hizo mucho por la mejora de la ciudad y que “este beneficio debe México al celo y vigilancia del incomparable y nunca bien alabado Conde de Revillagigedo”[63]. Hizo incluso un completo reglamento de policía de la ciudad con cláusulas penales incluidas.
La Real Cárcel de Corte
La Real Cárcel de Corte se ubicó siempre en el palacio. De su vida ajetreada dio buena cuenta Javier Piña y Palacios en su discurso de ingreso en la Academia Mexicana de Jurisprudencia y Legislación[64]. Pero para conocerla en sus últimos años podemos recurrir a José Joaquín Fernández de Lizardi, quien realiza autobiográficamente en El Periquillo Sarniento. Entró en la cárcel por vez primera por denuncia de su propio padre y en 1812 porque le ponen allí el virrey Venegas, que tragaba todo lo que venía de las Cortes de Cádiz, pero se le atragantó la libertad de imprenta; retornó a la Cárcel de Corte en 1819 y pasó en ellas siete meses, para regresar de nuevo en 1821, siempre llevado por su gusto por la imprenta y por su libertad. En el Periquillo nos describe la cárcel con toda fidelidad que es lo que da la experiencia propia a un periodista[65]. Era un Mateo Alemán 200 años después.
Los sismos tan frecuentes en México, y no menos los motines revolucionarios tienen la misma querencia: acabar con las cárceles y con los palacios. Así, ambos fenómenos acabaron con la cárcel de la Real Corte. Sucesivamente lo hicieron el motín de 1699 y el sismo de 1711. Se terminó trasladándola desde la izquierda del palacio a la derecha o norte del mismo, hasta que se transportó a la Cárcel Nacional de Belén en 1886.
La Cárcel de Belén
La Cárcel de la Acordada se cierra en 1862 y se instala a los presos en el antiguo Colegio de Niñas de San Miguel de las Mochas, aparejado al efecto en lo que por el ayuntamiento se pudo, y dándosele el titular pomposo de Cárcel Nacional. Para que los jóvenes no se extravíen, les preciso que el edificio ocupaba un amplio territorio en lo que hoy es el Centro Escolar Revolución, en la esquina o manzana entre la Avenida Arcos de Belén y la calle Balderas. Cuando García Icazbalceta visita Belén en el primer año, tras el traslado de la ex Acordada, mil 116 presos habitan en esa especie de vecindad. Concluye:
Decir los abusos y crímenes que allí se cometen sería tarea penosa, y que no podría desempeñarse sin traspasar los límites de la decencia. El juego nunca ha podido extinguirse; la introducción y conservación de armas prohibidas y bebidas embriagantes nunca ha podido evitarse: de ahí las riñas, heridas, aun asesinatos entre los presos, y que éstos se encuentren en un estado permanente de desorden, activado por la ociosidad. Allí no hay más distinción que la que el dinero procura: el inocente calumniado se confunde con el criminal endurecido; y el que sólo es reo de una primera falta, recibe cuantas lecciones pueda necesitar para proseguir su carrera… La cárcel no es hoy más que un foco de corrupción[66].
Entre los asiduos visitantes forzosos se encuentra Ricardo Flores Magón, quien el 18 de mayo de 1892 nos ofrece una dura descripción de su primera estancia:
Nunca había visto por dentro esa horrible cárcel que en años posteriores me fue tan familiar. Después de caminar por oscuros pasadizos y de subir y bajar mugrientas escaleras nos encontramos en un largo salón cuyo techo tocábamos con las manos. Triste luz crepuscular hacía más horrendo aquel antro fétido, húmedo, negro. Apoyé mis manos en la pared y las retiré asombrado: esputos sanguinolentos decoraban las paredes. Se nos había encerrado en el departamento donde se hacinan a los mendigos que infestan la ciudad. Había ahí leprosos, tísicos, sarnosos, cojos, mancos, tuertos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, llagados, sifilíticos, jorobados, idiotas, un espantoso depósito de carne enferma que chorreaba pus y mugre (…) En la noche se nos condujo al departamento de detenidos. Era pesada la atmósfera también ahí, pero siquiera se libraron nuestros ojos del espectáculo de la carroña viviente.[67]
Sergio García Ramírez dice que durante el Porfiriato, Belén cumplió su función devastadora[68]. Total, que ya hemos visto al principio lo que el entonces joven director de los defensores de oficio de la ciudad le reclamó por carta al presidente Madero: que se ocupara de ella, no para su imposible mejora, sino para arrasarla hasta los cimientos[69].
El sueño de una penitenciaría nacional y Lecumberri
México en el siglo XIX y XX tiene en común con España las guerras de independencia y las guerras civiles. España tiene una de independencia, contra Napoleón, aunque también fue una guerra civil entre afrancesados y reaccionarios, y seis guerras civiles. México nos gana en guerras de independencia. Soy capaz de contar cuatro, que son de gran efecto para la formación del espíritu patriótico y nacional, y no sé cuántas guerras civiles, que sobran todas. Pues bien, entre invasiones y guerras civiles hubo ocasión de que las consideraciones e informes de Ignacio Cumplido fructificaran y el gran Mariano Otero, inventor, con Manuel Crescencio García Rejón, del recurso de amparo, impulsó el diseño de un proyecto penitenciario. Creó una junta de inspección de cárceles con personalidades como Guillermo Prieto, Manuel Payno, José María Iglesias y José María Lacunza. Tras ello, el Congreso aprobó una ley para la adopción y establecimiento del régimen penitenciario en el Distrito Federal y los demás territorios, a lo que siguió un concurso de arquitectura. Proyectos los hubo, pero cárcel no, con tanto impedimento de guerras y crisis económicas. Ganó el concurso Lorenzo de la Hidalga[70], experto también en los desplazamientos de El Caballito. Hasta solar tenía, pues el ayuntamiento le dio de nuevo el significativo ejido de la horca, que ya había servido para la Acordada. Incluso la ornamentación era perfecta, ni más ni menos que sendas estatuas estaban previstas para Howard y para Bentham, no en vano era un panóptico modelo[71]. Las menguadas arcas públicas debilitaron el sueño de la penitenciaría nacional y se terminó enterrándolo con la ex Acordada en la de Belén.
La primera penitenciaria moderna se levantó en Puebla y se inauguró en 1891, 40 años después de haber comenzado las obras. Pero se terminó bien[72]. Hubo que esperar a la estabilidad política del Porfiriato y a que por primera vez en la historia gobierne un partido al que se llamaba de los Científicos. En el Congreso Constituyente de 1857 el tema penal fue tomado muy en cuenta. Se produjo un curioso debate a partir de la propuesta de abolir la pena de muerte. Significativamente nadie defendió la muerte, pero el Congreso resolvió que antes de abolir la pena capital habría que disponer de un sistema y un recinto penitenciario suficiente y capaz de poner a buen recaudo a los más graves delincuentes. Pero como expone delicadamente Sergio García Ramírez[73], la semilla de la reforma penitenciaria estaba ya sembrada y la penitenciaria federal se levantó en nobilísimo edificio sobre el potrero de San Lázaro, al que sus dueños guipuzcoanos y optimistas llamaron Lecumberri. Se inauguró el Palacio de Lecumberri el 29 de septiembre de 1900 por todo lo alto, pero pronto se olvidó todo lo demás. La “Ley de fuga”, que en España decimos de fugas, tenía ya tradición. A sus puertas en tiempos de Caín y de metralla asesinan a Madero y a Pino Suárez. El pueblo sembró de piedras el lugar. Mal augurio.
Pero la vida de este Palacio Negro no es historia moderna, sino contemporánea. Por ello no me voy a detener en el asunto, baste hoy aquí decir que mi generoso laudator ha tenido a su cargo dos prisiones en la vida, la de Toluca, a la que convirtió por obra de su gestión en prisión modelo ante el mundo entero, y después la de Lecumberri. Hizo con ésta casi lo que quería hacer Isidro Fabela con Belén. La suprimió y se transformó en espacio de la memoria nacional como Archivo General de la Nación.
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Y concluyo este vistazo sobre la Ciudad de México, que espero haya sido también un viaje entretenido por la historia de las ideas y de los sistemas penales, por la proclividad al capricho y a lo desproporcionado en la lucha contra el crimen, por la lección de que el ius puniendi ha de ejercerse para proteger a los seres humanos y a la sociedad, pero que resulta condición de su eficacia la renuncia a la crueldad, por tener ésta efectos muy criminógenos y ser burla de la humanidad. Y concluyo encomendándome a mí y a todos ustedes al marqués de Beccaria. No necesito decirles yo de él nada aquí, les remito al libro de Sergio García Ramírez, Los reformadores, y a su magna conferencia del 250 aniversario en la ciudad de Milán. Pero sí deseo llamarles la atención sobre la idea de que Beccaria es un clásico porque en la vanguardia del espíritu ilustrado de su tiempo compuso el más agudo y racional elenco de principios a los que se debe someter el Estado en su ejercicio del poder punitivo y en todo tiempo y lugar. Son principios universales, como consideramos desde 1948 a los derechos humanos, y valen para Oriente y Occidente, para el sur y para el norte y deben ser cuidadosamente cultivados; porque con el desconcierto que produce el terrorismo y la gran criminalidad no pocas veces su impacto se apodera de los gobernantes, que reaccionan unas veces porque no saben o no preguntan y otras porque saben demasiado, tirando por la borda lo que desde Beccaria sabemos los penalistas y hemos confirmado año tras año desde entonces. Muestra de ello es la torpe reacción de los gobernantes franceses a los brutales y despiadados ataques terroristas, con reformas constitucionales y legales que han obligado a salir a la palestra a nuestra colega de claustro Mireille Delmas-Marty[74] y a la Comisión Nacional Consultiva de los Derechos Humanos, que preside su discípula Christine Lazerges, y que demuestra que nadie está libre de la tentación de incurrir en el trágico error del regreso a los errores del pasado. Cuando asistimos a hechos tremendos en nuestras sociedades y vemos lo que hacen otras no tan próximas, y cómo aparecen responsables políticos de países cercanos que creen solo en la fuerza y nada en la razón; cuando asistimos en Turquía al salto atrás en derechos humanos y al reclamo de la vuelta a la pena capital; cuando en Filipinas, país que había abolido la pena capital hace años, el nuevo presidente reclama la reinstauración de la misma para no tener que seguir haciendo lo que como alcalde hacía, que para que no haya la menor duda explica: ordenar a su policía disparar directamente a matar a los traficantes y a los adictos a las drogas; cuando vemos cómo el gran país del norte, y que sigue siendo el más importante de Occidente, continúa empeñado encarnizadamente en ejecutar a delincuentes, que demasiadas veces son además inocentes; cuando todo eso vemos, necesitamos tener una guía firme para reaccionar y para concluir en la búsqueda de un principio de esa guía, no encuentro nada mejor que citar el final del texto que publicaba en el Excélsior, el 21 de julio pasado, nuestro colega, miembro de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y director del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, Luis de la Barreda Solórzano: “Matar es la transgresión más extrema a la tendencia humana a la convivencia con el prójimo. El proceso civilizatorio nos ha enseñado que la vida, la vida de todos, aun del más cruel de los criminales, es sagrada”. Y añado que así lo proclamaba ya Beccaria y lo proclamo aquí hoy, integrado solemnemente en esta casa, con el compromiso de todos ustedes. Y como aprendí en el estudio de Carmen Parra sobre Ramón López Velarde, les deseo fervientemente que la Patria nos sea suave.
Notas
[1] Mireille Delmas-Marty, M. Pieth, et U. Sieber, Les chemins de l’harmonisation pénale. Harmonising criminal law, Société de Législation Comparée, Paris, 2008; versión en español editada por mí: Los caminos de la armonización penal, presentación de Luis Arroyo Zapatero y coordinado por Marta Muñoz de Morales, Valencia, Editorial Tirant lo Blanch, 2009.
[2] Vid. Maximiliano Hernández Marcos, “Las sombras de la tradición en el alba de la ilustración penalista en España. Manuel de Lardizábal y el proyecto de código criminal de 1787”, en Res Publica, número 22, 2009, pp. 39-68.
[3] Meditaciones del Quijote (1914), Cátedra, Julián Marías (Editor), 8ª ed., Madrid, 2010, p. 216.
[4] Investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Castilla-La Mancha, en Cuenca, en 2005. La última vez fue también en Toledo, cuando recibió de S.M. el Rey Juan Carlos, junto con Luiz Inácio Lula da Silva, el Premio Don Quijote, instituido por el Gobierno de Castilla-La Mancha y el grupo El País. Vid. El País, 24 de julio 2008.
[5] Vid. Mi ensayo “Francisco de Goya: Contra la crueldad del sistema penal y la pena de muerte”, en Francisco de Goya. Contra la crueldad de la pena de muerte, Luis Arroyo y Juan Bordes (Editores), Universidad de Castilla-La Mancha, Madrid y Cuenca, 2013, p. 27 y ss.
[6] José Manuel Cuesta, en Revista de Occidente, números 422-3, 2016, p. 30.
[7] Vid. V Juicio crítico literario. Los Académicos de Argamasilla. Encausado: Luis Arroyo Zapatero, Rector de la Universidad, Gabinete de Comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 1995.
[8] Germán Bleiberg, “El ‘informe secreto’ de Mateo Alemán sobre el trabajo forzoso en la Minas de Almadén”, en Estudios de Historia Social, revista del Instituto de Estudios de Sanidad y Seguridad Social, números 2-3, julio-diciembre 1977, pp. 357-443. http://www.uclm.es/ceclm/b_virtual/libros/mateo_aleman/index.htm
[9] En revista Añil, número 1, 1993. Está disponible en mi blog: www.blog.uclm.es/luisarroyozapatero.
[10] Así lo acaba de establecer Pedro Piñero Martínez, catedrático de Sevilla, coordinador de La obra completa de Mateo Alemán en edición de Iberoamericana / Verbuert, 2016.
[11] Vid. Francisco Rodríguez Marín, Documentos referentes a Mateo Alemán y a sus deudos más cercanos (1546-1607), Madrid, 1933, p. 357.
[12] Luis González Obregón, “De cómo vino a México Don Quijote, en México viejo y anecdótico”, Espasa-Calpe Mexicana, México, 1966, pp. 37-40. Disponible en http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_america/mexico/gonzalez.htm
[13] En el Centro Virtual Cervantes: http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_america/mexico/mascara.htm [Consultado el 5 de agosto de 2016.]
[14] Jorge Volpi, “Don Quijote en América”, en Territorios de La Mancha. Versiones y subversiones cervantinas en la literatura hispanoamericana. Actas del VI Congreso Internacional de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, Matías Barchino Pérez (Coordinador), Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 2007, p. 313 y ss.
[15] Vid. “9 de febrero de 1913”, en Alfonso Reyes, Obras completas, volumen X, p. 146.
[16] Vid. Manuel Márquez Sterling, Los últimos días del presidente Madero. Mi gestión diplomática en México, Editorial Porrúa, México, 2013.
[17] La balsa de piedra de la ciencia penal liberal: México y el INACIPE, mayo de 2016, en prensa.
[18] Isidro Fabela, A mi señor Don Quijote, México, 1966.
[19] Lo cuenta el editor del libro citado, González de Mendoza, en su presentación, p. VI. Sobre la Cárcel de Belén hablaremos más adelante.
[20] En Gonzalo Celorio, México, ciudad de papel, Tusquets Editores, México, 1997.
[21] Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 1994. Disponible en abierto en mi blog; en la página 93 puede verse el texto reproducido: http://blog.uclm.es/luisarroyozapatero/2013/07/23/el-mundo-en-la-cabeza-de-un-estudiante-en-torno-a-1500-hernan-cortes/
[22] Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México (1850-1992), Cal y Arena, México, 2010.
[23] Bernardo de Balbuena, Poesía lírica, Matías Barchino (Editor), Diputación de Ciudad Real, 2000.
[24] Destaca hoy sobre la ciudad novohispana y sobre la Plaza Mayor, María José Rodilla León, Aquestas son de México las señas, México, Iberoamericana, 2014, pp. 254 y 261. También las contribuciones en el excelente número monográfico sobre Virreinatos de la revista digital Destiempos.com, marzo-abril 2008, número 14, pp. 216-300, de Antonio Rubial García, “De la visión retórica a la visión crítica. La Plaza Mayor en las crónicas virreinales, pp. 413-429; Porfirio Sanz Camañes, Poder y poderes en las ciudades-capital de los virreinatos durante los Austrias, pp. 430-441; y Manuel Miño Grijalba, La ciudad de México en el tránsito del Virreinato a la República, pp. 460-471.
[25] Hay edición digital de la UNAM: Joaquín García Icazbalceta (autor de la versión castellana) y Miguel León-Portilla (introducción), en http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/mexico1554/mex1554.html
[26] Sobre la historia de la Plaza del Volador vid. Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental. Vistas, descripción, anécdotas y episodios de los lugares más notables de la capital…, Imprenta de Reforma, México, 1880, pp. 144-150. Disponible en abierto en el formidable archivo digital de la Universidad Autónoma de Nuevo León: http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1080010868_C/1080010869_T2/1080010869_T2.html.
[27] Vid. Rafael Estrada, Monarquía y nación entre Cádiz y Nueva España, México, Editorial Porrúa, 2006.
[28] Eduardo Garrigues, El que tenga valor que me siga, La Esfera de los Libros, Madrid, 2016. Don Artemio de Valle Arizpe se inclina por la teoría de la conspiración, lo que no concuerda con nuestro personaje, vid. su libro Virreyes y virreinas de la Nueva España, Porrúa, México, 2000 p. 212 y ss.
[29] Real Orden de 5 de agosto de 1786 en Recopilación sumaria de todos los autos acordados de la Real Audiencia y Sala del Crimen de esta Nueva España, y providencias para su Superior Gobierno, Felipe de Zúñiga y Ontiveros, México, 1787, p. 359.
[30] Odette María Rojas Sosa, El caso Joaquín Dongo. Ciudad de México, 1789: un acercamiento a la administración de justicia criminal novohispana, tesis de Maestría en Historia, dirigida por Teresa Lozano Armendares, UNAM, México, 2011.
[31] Constancio Bernaldo de Quirós, La picota en América, J. Montero Editor, La Habana, 1948, p. 11 y figura 17.7.
[32] Op. cit. p. 118 y ss. Al reo le dieron los frailes la mejor cena de su vida, que incluyó limonada fría con nieves de la Orizaba, entre otras vituallas.
[33] Para todas estas cuestiones vid. mi ensayo “Francisco de Goya. Contra la crueldad del sistema penal y la pena de muerte”, en Francisco de Goya contra la crueldad de la pena de muerte, Luis Arroyo y Juan Bordes (Editores), UCLM, Madrid y Cuenca, 2013, p. 27 y ss.
[34] Cfr. Rodilla León, Aquestas son de México las señas, cit. nota 23, pp. 121 y 137.
[35] Vid. Emilie Carreón Blaine, “Tzompantli, horca y picota. Sacrificio o pena capital”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, núm. 88, 2006, p. 5 y ss.
[36] Bernardo de Vargas Machuca, Milicia indiana, presentación de Oscar Rodríguez Ortiz, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1994.
[37] América Malbrán, “Las Tablas de la Conquista en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Argentina”, en revista electrónica Imágenes, Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, 2010. Disponible en línea en www.academia.edu. [Consultado el 5 de agosto de 2016.]
[38] Cfr. De Vargas Machuca, op. cit., p. 105.
[39] En Javier Piña y Palacios, Discurso de ingreso, cit., páginas 31 y 32.; Justino Fernández, El atlas de la obra de Bullock, UNAM, en www.analesiie.unam.mex.
[40] Vid. Princes and Pauper. The Art of Jacques Callot, Dena Woodall y Diane Wolfthal (Editors), Yale University Press, Houston, 2013. Grabados número 25, Les supplices, 30 e L’Estrapade y 30 f La pensation, en pp. 112 y 135.
[41] Artemio de Valle Arizpe, op. cit., pág. 201 y ss.
[42] Manuel Ramírez Aparicio, Los conventos suprimidos en México. Estudios biográficos, históricos y arqueológicos (1861), Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos y Miguel Ángel Porrúa, México, 1982. El acta del Auto General de la Fe, 19 de noviembre de 1659, en el que se dio muerte a Guillén de Lampart, fue levantada por Rodrigo Ruíz de Zepeda, Imprenta del Santo Oficio, calle San Agustín, licencia de 20 de diciembre de 1659, que se encuentra en la Biblioteca Digital Mexicana. Sobre las liturgias de la justicia penal ordinaria vid. Salvador Cárdenas Gutiérrez, “El teatro de la justicia en la Nueva España. Elementos para una arqueología de la judicatura en la época barroca”, en Historia Mexicana, IV, 2006, p. 1179 y ss.
[43] Alfredo Faus Prieto, “Inquisidor, poeta y geógrafo. José Vicente del Olmo (Valencia, 1611-1696)”, en Saitabi. Revista de la Facultat de Geografia i Història, números 62-63, (2012-2013), pp. 93-117.
[44] En la Biblioteca Nacional de España hay una versión digital de las dos ediciones con ese título [Consultadas el 5 de agosto de 2016.]
[45] Los judíos en la Nueva España. Documentos del siglo XVI correspondientes al ramo de Inquisición, Alfonso Toro (Compilador), Fondo de Cultura Económica, México, 1993; La familia Carvajal. Estudio histórico sobre los judíos y la Inquisición de la Nueva España en el siglo XVI, basado en documentos originales y en su mayor parte inéditos, que se conservan en el Archivo General de la Nación de la ciudad de México, Editorial Patria, 1944. Sobre el auto de 1596 contamos ahora con la extraordinaria edición del Proceso inquisitorial contra Manuel Gómez Silvera, por judaizante, UNAM, Facultad de Medicina, 2014; iniciativa de Enrique Graue, actual rector y anterior decano de la Facultad de Medicina, cuyo edificio histórico ocupa el Antiguo Palacio de la Inquisición mexicana, que en su portada reproduce el dibujo citado, con textos de Diego Valadés, Richard Kagan, et al.
[46] Gerardo Lara Cisneros, “Los autos de fe para indios en el Arzobispado de México, siglo XVIII (1714-1755)”, en Rafael Castañeda García y Rosa Alicia Pérez Luque (Coordinadores), Entre la solemnidad y el regocijo. Fiestas, devociones y religiosidad en Nueva España y el mundo hispánico, México, El Colegio de Michoacán / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2015. La extraordinaria pintura se encuentra en el Museo Nacional de Arte.
[47] Las crisis de preferencias y de competencias da para el quehacer sociológico: Arístides Ramos Peñuela, “Competencias de jurisdicción en la Inquisición de Cartagena”, en Destiempos.com, 2008, número 14, p. 326 y ss.
[48] Dichas relaciones se pueden encontrar bien en Vicente Rivas Palacio, en “El libro rojo”, en México a través de los siglos, tomo II, página 401 y ss., y que pueden verse como anexo al libro de Toribio Medina, así como en La historia de la familia Carvajal. Todo también disponible en la red.
[49] Vid. Andrea Martínez Baracs, Don Guillén de Lampart, hijo de sus hazañas, México, Fondo de Cultura Económica, 2012.
[50] Vid. en Ignacio Cumplido, El mosaico mexicano, op. cit., tomo V, p. 125.
[51] Vid. Salvador García Jiménez, Sobre Juan de Quiroga Faxardo. Un autor desconocido del Siglo de Oro, Reichemberger, Kassel, 2006, p. 258. A esa justicia de Peralvillo en que no piensa incurrir se refiere el Duque de Alba en Carta a S. M. el rey desde Bruselas, el 13 de abril de 1368, vid. en Colección de documentos inéditos para la historia de España, vol. 4, Real Academia de la Historia.
[52] Vid. Alfonso de Palencia, Gesta hispaniensia ex annalibus suorun dierun collecta, tomo 2, Libro VI-X, edición, estudios y notas de Brian Tate y Jeremy Lawerence, Real Academia de la Historia, Madrid, 1999, p. 385. Vid. petición y resolución de las Cortes en el mismo lugar y página, nota 71.
[53] José María González de Mendoza, En torno a Sor Juana, sobre la carta del conde de la Granja a Sor Juana: “Peralvillos y Tíbares”, en http://www.tablada.unam.mx/poesia/ensayos/inden.html. En Quevedo puede verse Susana Hernández Araico, “El teatro breve de Quevedo y su arte nuevo de hacer ridículos en las tablas”, en La Perinola, número 8, 2004, p. 206 y ss.
[54] Sobre la garita de Peralvillo, un buen reportaje fotográfico puede verse en Juan Felipe Leal, El espacio urbano del cine. Anales del cine en México, 1895-1911, vol. 9, 1903: Segunda parte. La Ciudad de México en los albores del cine, México, UNAM / Dirección General de Actividades Cinematográficas / Juan Pablos Editor / Voyeur, 2015; sobre el barrio de la Ciudad, vid. Manuel Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental, op. cit., p. 90 y ss.
[55] En El Virreinato II. Expansión y defensa. Primera parte, p. 59, Fondo de Cultura Económica, México, 1983. Cfr. Manuel Rivera Cambas, op. cit., tomo II, p. 50.
[56] Vid. Armando Hernández Soubervielle, “La cofradía de la Santa Veracruz y los planos arquitectónicos más antiguos de San Luis Potosí. Un ejemplo del corporativismo novohispano a través de la arquitectura”, en Estudios de Historia Novohispana, vol. 51, 2014, pp. 50 y 51, que puede verse en abierto en http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/novohispana/pdf/novo51/610.pdf [Consultado el 8 de agosto de 2016.]
[57] Sergio García Ramírez, Los personajes del cautiverio. Prisiones, prisioneros y custodios, Editorial Porrúa, México, 2002; Elisa Speckman Guerra, Crimen y castigo: legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de justicia (Ciudad de México, 1872-1910), El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos / Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2002; Martín Gabriel Barrón Cruz, Una mirada al sistema carcelario mexicano, INACIPE, México, 2002. María Luisa Rodríguez-Sala, Cinco cárceles de la Ciudad de México, sus cirujanos y otros personajes: 1574-1820, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2009. Un clásico es el libro de Gustavo Malo Camacho, Historia de las cárceles en México, Cuadernos del Instituto Nacional de Ciencias Penales, México, 1979.
[58] Rodríguez Sala, op. cit., p. 337 y ss.
[59] Ignacio Cumplido, “La cárcel de la Acordada en México. Origen de esta prisión y su estado moral en la actualidad”, en El mosaico mexicano, México, 1841, tomo. V, pp. 123-134, esp. 126 y ss.
[60] Hugo Arciniega, “Los palacios de Themis”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, volumen XXII, número 76, 2000.
[61] Así lo hace Raúl Carrancá y Rivas en su Derecho penitenciario. Cárcel y penas en México, Editorial Porrúa, México, 1981.
[62] José Alfredo Uribe Salas, “Alexander von Humboldt en Nueva España y el Real Seminario de Minería de México”, en Alexander von Humboldt. Estancia en España y viaje americano, Mariano Cuesta y Sandra Rebock (Coordinadores), Real Sociedad Geográfica / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2008.
[63] Citado por Rodilla León, op. cit., p. 116.
[64] Vid. Javier Piña y Palacios, op. cit., p. 12 y ss.
[65] La edición que uso y a la que me remito es de la editorial Cátedra: José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento, Carmen Ruiz Barrionuevo (Editora), Cátedra, Madrid, 1997, especialmente el capítulo sexto, en esta edición: p. 389 y ss.
[66] Joaquín García Icazbalceta, Informe sobre los establecimientos de beneficencia y corrección de esta capital; su estado actual; noticia de sus fondos; reformas que desde luego necesitan y plan general de su arreglo, Luis García Pimentel (Editor), México, Ignacio Escalante, Editor, 1907, pp. 31-32; Gustavo Malo Camacho, Historia de las cárceles en México, cit., p. 92 y ss.; Martín Gabriel Barrón Cruz, “Bosquejo histórico. La cárcel de Belén y el sistema carcelario”, en Catálogo de documentos de la Cárcel de Belén (1900-1911), Héctor Madrid, Rosa María Luna y Leonor Estevez (Editores), Archivo Histórico del Distrito Federal, México, pp. 9-89 y, del mismo autor, Una mirada al sistema carcelario mexicano, op. cit.
[67] Vid. en http://archivomagon.net/lugares/carcel-de-belen/ [Consultado el 5 de agosto de 2016.]
[68] Cfr. Sergio García Ramírez, Los personajes del cautiverio, op. cit., p. 118.
[69] Un fresco estremecedor lo ofrece Elisa Speckman en “De experiencias e imaginarios: penurias de los reos en las cárceles de la ciudad de México (segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX)”, en Gozos y sufrimientos en la vida cotidiana, Pilar Gonzalbo y Verónica Zárate (Coordinadoras), México, El Colegio de México / Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 2007.
[70] Hugo Arciniega, “Los palacios de Themis”, op. cit., p. 5/21.
[71] Ibidem, p. 14/21.
[72] García Ramírez, op. cit., pp. 115-118.
[73] Ibidem, pp. 108-109.
[74] Mireille Delmas-Marty. Résister, responsabiliser, anticiper, Seuil, Paris, 2013.