Por Coral Aguirre
Y que de mí sólo quede la alegría de quien pidió
entrar y le fue concedido.
Alejandra Pizarnik
¿Cómo se aborda a la hermana, a la querida hermana, a la siempre chiquita, a la huérfana? ¿Cómo decir su soledad y las noches de vino y canto? ¿Cómo relatar su fascinación por la muerte y su miedo a la locura? Meterse con Alejandra Pizarnik es un riesgo del cual uno no sabe cómo va a salir. Porque allí está en nuestra memoria con sus faldas o sus pantalones a retazos, ahí va por Montevideo o Corrientes con una rosa en la mano, se perfilan las voces, ronca la de ella y con acento de extranjera, como si nunca hubiera sido argentina pero tampoco judía o parisina o de alguna parte. Esa extranjería en la mirada trágica y en la sonrisa pronta. Ese modo de ser otra. De niña la Buma y luego la Blímele en el colegio judío, y para la familia, Flora y para los amigos Alejandra, hasta llegar a Sasha en los últimos tiempos.
Sin embargo, para todos la gran poeta, la que dio vuelta la lengua y entre estrafalaria, tanguera, amorosa y de un rigor invulnerable se comió cada palabra a veces a dentelladas y otras como si fueran las mieles del último verano. Así en París, porque París fue una fiesta para Alejandra. La toma de protesta definitiva de su libertad, la revolución para adentro. Ningún otro mundo le cayó como ese, el anillo al dedo, el regocijo de los cafés, el encuentro con Octavio Paz y Elena Garro, las miradas cómplices de Bataille y sus plenos ojos azules clavados en los suyos desde alguna mesa cerca o lejos del Café de Flore, las complicidades con Cortázar, y tanto más.
Cuatro años allá para luego regresar y volver a hundirse en la dependencia de padre y madre. No porque sí, por floja o cómoda, sino porque nunca pudo autoabastecerse, la niña que era no sabía cómo ganar dinero, no sabía a veces ni siquiera tenderse la cama quizás porque las noches de creación la dejaban exhausta. O porque eso de la vida cotidiana le ponía los pelos de punta y entonces tragaba anfetaminas para tranquilizarse o volver a dormirse, como si fueran caramelos.
Y si Olga Orozco fue su hermana mayor, su mentora, y para Cortázar su Bicho, la querían todos: Mujica Láinez, tan dandy como ella pero con otro estilo, la gente de la revista Sur, Silvina Ocampo, quien cuando no podía verla le enviaba pasteles de chocolate, y los poetas más viejos como Oliverio Girondo, Alberto Girri, y asimismo los de su generación, Pezzoni, Hernández, Kozarinski, como los más jóvenes que la seguían y hasta le daban de comer porque ella siempre se olvidaba de hacerlo.
Finalmente no le bastó nada de las novedades que nos regaló, ella aspiraba a escribir el cuerpo del poema en su propio cuerpo. Su casa, su hogar, fue el lenguaje hasta que por llegar al fondo se le atravesaron las palabras, se le mezclaron las sílabas y los versos y se puso como loca a querer alcanzar nuevos límites. Entonces, creo yo, se dio cuenta que había perdido la brújula y si a la casa del lenguaje se le vuela el techo qué se puede hacer sino morirse.
Eligió a los surrealistas y a los poetas malditos como Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Ducasse, para que la acompañaran en su vivir al desgaire, se sintió parte de ellos alimentando los excesos de los que fueron capaces, y puesto que a veces sentía mucho miedo se puso a beber y estimularse con narcóticos desde la adolescencia, cuando se sentía tan fea pero tan fea que no le bastaba con cerrar los espejos y los roperos. Amó la noche, la muerte, el silencio y la poesía. Por una corta temporada amó al amor sobre todo. También amó a algunos hombres y algunas mujeres. Su última amada partió en invierno.
Aún desaforada seguía escribiendo en busca de la primera palabra, o la última. Antes nos había dejado tal vez la poesía argentina más bella y más honda: Hablo con la voz que está detrás de la voz y emito mágicos sonidos de la endechadora.
Luego del invierno apareció la primavera por el parque Lezama y la calle Santa Fe, pero Buenos Aires no era una fiesta, Alejandra Pizarnik se había matado el 25 de septiembre de 1972.