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No todas las “minificciones” se desvanecen en el aire

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No todas las minificciones se desvanecen en el aire

 

Por Ricardo D. Aguirre Garza

 

La minificción es ingeniosa,

y cuando el lector capta un alarde de ingenio

de parte de un escritor,

en general sonríe de satisfacción.*

Dolores Koch

 

Parte 1: ¿De verdad hay función social en la literatura?

 

Partiendo de la idea sobre que la primera civilización humana es la sumeria, asentada en medio oriente alrededor del año 4000 a.C., desde ahí podemos empezar las reflexiones sobre las relaciones del ser con su entorno y sus allegados. No obstante, el trabajo sería titánico si pretendemos buscar la concepción de su idea de sociedad o cultura, este no es el caso, pues lo que nos atañe es lo escrito. Claro que para entender la escritura y su evolución es pertinente estudiar tal cual la historia universal, ahí comienza la primera idea: sociedad y escritura van de la mano, aunque, una nace de otra (entendiendo escritura desde su concepción de comunicación a través de lo grabado en una superficie) es posible hermanarlas en un estudio paralelo, pero, de nueva cuenta el trabajo sería enorme.

Sin embargo, la estrecha relación entre estos dos entes (sociedad y escritura) es la que regirá como idea central de este proyecto, pues una al ser extensión de la otra y, como algunas veces se ha demostrado, la segunda puede construir a la primera, formulan ya una línea de reflexión. Quise remontarme hasta lo que actualmente se considera los inicios, no como un capricho, sino para hablar del pariente remotamente lejano de la minificción, pero capaz de configurarlo en la actualidad: los proverbios sumerios.

En La historia empieza en Sumer (2010) Samuel Noah Kramer aborda la importancia de esta civilización como el inicio de la sociedad y su desarrollo. Ahí mismo apunta que hay textos que datan de hace más de 4.800 años, los cuales se pueden nombrar ‘proverbios’, desde una visión actual. El ejemplo más recurrido se lee: “Que te metan en el agua y se volverá fétida; que te pongan un jardín y se pudrirán los frutos.” A grandes rasgos el documento se presenta como una enseñanza o idea, tal cual los proverbios, sin embargo, es necesario que el lector complete el sentido para que comprenda a qué se refiere, digamos que explica a aquella persona que germina el mal a donde vaya, de ahí la cuestión de volver fétida el agua o podridos los frutos.

Ahora bien, ¿qué sucedería si se le incluye algún título? Pongamos el ejemplo de titularlo como Carta al presidente la idea del texto varía, pues se llega a entender como una descripción de este, o una acusación al sujeto nombrado, el carácter directo del proverbio ya modifica el entendimiento, ya muestra esa estructura epístola en primera persona y dirigida, además de mostrar una postura ideológica.

Este experimento nos permite demostrar dos cosas: 1) que efectivamente existe una directa relación del proverbio con la minificción; 2) que la creación textual alude a lo social, aún y cuando el título no existe en el texto original, pero ya señala una carencia del ser, similar a lo que se puede presentar en muchas o todas las obras literarias.  Entonces, es posible repensar la relación de sociedad y escritura, y preguntarnos ¿para qué funcionan estos textos? Vayámonos por partes.

En cuanto al primer punto debemos retomarlo con precaución, no porque pudiese ser erróneo, sino porque pareciera marcar una línea entre proverbio y minificción, que, aunque pudiese parecer clara, el camino no es directo, pues hace falta la construcción discursiva y un incremento en el desarrollo estético. Aunque el ejemplo sí muestre metáforas o causa efecto y señalamientos críticos, su intención es moralizante, en lugar de comunicativa como, aparentemente, es la literatura; más tarde retomaremos este punto.

Por otro lado, tenemos la relación entre sociedad y escritura, donde aparentemente la segunda apunta, o planea comentar, algo específico de la primera, sí como un acto de comunicación que contiene una postura crítica del autor, adornada con estética y, muchas veces, la incógnita de saber qué pasará en la trama.

De postura formalista, Tinianov apunta algo que no solamente se debe encasillar en tal paradigma[1], sino que puede atravesar todas las teorías literarias. Al hablar de la literatura como una serie de signos que se interrelacionan con otras redes sígnicas, existe un tejido especial del entorno a lo expresado, no como una mímesis, más bien, como una reestructuración.

Penélope hilvana y deshilacha, vuelve a tejer y más tarde lo deshace, pero es ese momento donde reconstruye y, digámoslos así, deconstruye, donde se concreta el puente de comunicación, donde dialogan texto y contexto. Tomando en cuenta esta licencia poética, recordemos el onceavo punto del formalista en Sobre la evolución literaria (1978) que reza:

La expansión inversa de la literatura en la vida social nos obliga también a considerar la función verbal. La personalidad literaria, y el personaje de una obra, representan, en ciertas épocas, orientación verbal de la literatura y, a partir de allí, penetran en la vida social. (p. 99)

Se percibe que partiendo de la literatura, los discursos escritos y todo aquel universo condensado en algunas páginas salta a los ojos del receptor, pero no reposa ahí, sino que obliga a mover la vista de las hojas y entender que las grafías ocultan algo, un sentido, el cual se manifiesta en la sociedad, en la cultura, en el entorno. Eso que en algún momento fue percibido por el autor está cincelado dentro del texto y el lector al percibir el relieve comprende que ese jeroglífico proviene no de una imaginación aislada, no de la gracia divina, sino de un minucioso, quizá algunas veces inconsciente, examen del mundo.

Entiéndase que la metáfora del cincel en este caso no es una alegoría de lo inamovible ni de la ley divina de los textos literarios, sino más bien un recuerdo del esfuerzo, donde piedra y cincel, como texto y autor, son a la vez golpeados por el mazo, o mejor dicho, por la realidad. Esto ejemplifica el siguiente punto de Tinianov: “Esta es la primera función social de la literatura. Se la puede determinar y estudiar únicamente a partir del estudio de las series vecinas, del examen de las condiciones inmediatas, y no a partir de series causales alejadas, aunque importantes.” (p. 99) Es en las cursivas puestas por el autor donde descansa la respuesta a una de las incógnitas constantes de la literatura, que su primera función social es canalizar aquella fuerza con la que golpea el mazo y tallarla en el texto, pero el estudio del producto final no puede ser entendido, ni interpretado,  sino se consideran esas ‘series vecinas’ o elementos que la conforman, desde la técnica del bajorrelieve (sentidos hermenéuticos, intención), el material que será utilizado (cuento, relato, novela, poema, ¿minificción?), así como el cincel (autor y contexto). Y es nuevamente Tinianov, quien reflexionando sobre dichos elementos, escribe lo siguiente en La noción de construcción:

La unidad de la obra no es una entidad simétrica y cerrada sino una integridad dinámica que tiene su propio desarrollo; sus elementos no están ligados por un signo de igualdad y adición sino por un signo dinámico de correlación e integración.

La forma de la obra literaria debe ser sentida como forma dinámica.

Ese dinamismo se manifiesta en la noción del principio de construcción. (p. 87)

Esta vez me permití ser yo quién pusiera las cursivas, pues entender la obra literaria no es suficiente, se debe percibir ese dinamismo, ese diálogo del texto, tanto con el autor como con el entorno, porque como ya se citó: no es una entidad cerrada, al contrario, me atrevería a decir que es la individuación de un universo, de ahí que su relación con el contexto sea palpable, capaz de ser observada y de interpretarse.

 

[1] Uso el término lo más simplificado posible, con el perdón del debate científico.

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