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El derecho al retazo (a propósito de un poema de Enriqueta Ochoa)
Por Ángel H. Candelaria
Se procura un buen poema como una oración a oscuras, no cabe duda. Un buen poema como un soplo constante, ventricular, de transparencias varias, electrolítico si se lo prefiere, puesto que tiempo y verbo humedecen ciertas caridades prestas, tal vez no tanto, al desamparo, al vendaval, al llanto. Aceptémoslo por un momento, si se lee un poema es por aquello que se carga sin mirarlo. Quien lee un buen poema alza la vista para hacerse la vista y, al final, volver al cuerpo. La diferencia entre morbo y poesía está en saber cuánto puede serse dispuesto a la contención, al ruido, a las palabras y sus huecos; la crítica, por otro lado, es una suerte de insatisfacción verbal.
¿Pero un buen poema? ¿Dónde queda un buen poema? Ante la vida, un buen poema puede ser más un simulacro que una llaga vuelta en sí misma: léase poema, entonces, como montón de humo, como un rastro de que algo estuvo ahí, de mucha niebla: imagínese que el cielo se partió justo por el centro y de él emergió una mano azul, imponentísima, solo para saludar a la tierra justo por un segundo. Su acompañante, cuyo género es indistinto y queda a su pura predilección si es de su urgencia, perdióse tan peculiar acontecimiento. Usted le relata las dimensiones de la mano: las texturas que podría tener algo tan fuera de este mundo, el azul-azul que hubo cercenado el cielo, tal su impotencia. Su acompañante no le cree y deja en usted cierta condición de pánico que también ráptole el sueño una semana. En ese estadio de cuasi vigilia, cuasi quebranto, más allá de la expiación, si esta fuese posible, a lo único que puede asirse, es si no al recuerdo para volver a mirar la mano dividiendo el cielo justo por el centro, y ojo aquí que es importante prestar atención a la palabra y acción de mirar, mirar y no ver, sí a la esperanza de que alguien más miró a la distancia esa mano inmensa. Algo así sucede con un buen poema: algo se abre, algo abrió con sus texturas otras en el verbo de quien lo mira, lo miró o lo mirará tal vez de cerca, con el dorso de las manos, a media voz o al envés de una lectura convidada sin mayor interés que el de volverse a mirar sus co-misuras.
A modo de ejemplo práctico, “Marianne” de Enriqueta Ochoa:
Después de leer tantas cosas eruditas
estoy cansada, hija,
por no tener los pies más fuertes
y más duro el riñón
para andar los caminos que me faltan.
Perdona este reniego pasajero
al no encontrar mi ubicación precisa,
y pasarme el insomnio acodada en la ventana
cuando la lluvia cae,
pensando en la rabia que muerde
la relación del hombre con el hombre;
ahondando el túnel, cada vez más estrecho,
de esta soledad, en sí, un poco la muerte anticipada.
Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,
que no se te achica la palabra en el miedo,
que me has visto morir en mí misma cada instante
buscando a Dios, al hombre, al milagro.
Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo
y no te importa,
ni te sorprende el nudo de sombra que descubres.
Todo se muere a tiempo y se llora a retazos,
has dicho,
sin embargo, es azul de cristal tu mirada
y te amanece fresca el agua del corazón;
quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas,
y entiendes en tu propio dolor al mundo,
porque ya sabes
que sobre todos los ojos de la tierra
algún día, sin remedio, llueve.
(pp. 69-70, Ochoa, 1978)
Observemos bien cómo el poema, qué dicho sea de paso es un buen poema, no teme velar las flaquezas de quien canta, ni pretende recubrir ciertos defectos que harán de ser puestos a prueba por quien lee, y procede a declarar tres cosas: primero, la fatiga que impacta al verbo, al cuerpo y la consciencia y advierten, tiernamente, como una uña encarnada, que algo de ciclo tiene el tiempo que no acaba y en sí mismo ha de llorarse todo-todo, y todo ha de volver para ser mirado; segundo, que en el mirar, algo se —nos— está muriendo y que no es nada más que nuestra fragilidad lo que dota al lenguaje de voluntad en el intento de repetición y auxilio, mismo que emerge, como rapiña, de la esperanza de quien en ocasiones previas pudo mirar, y mirar como se ha dicho y no solamente ver; tercero, que mirar a consciencia es otra forma de conocimiento y en su mismo ejercicio, en esa pasividad aparente que transmite la con-templación de quien más mira, el verbo se renueva para tocar de formas otras el mundo porque no hay remedio, porque más llueve. Enriqueta Ochoa lo supo muy bien y con tino asestó mil tajos contra las praderas de sus cielos y razgar los velos que han dispuesto contra nosotros y las cosas, como si cada uno de sus versos fuera un retazo de sí para ajustarnos la mirada a usted, a mí, a quién sea y orear a ras de viento nuestra forma de mirar. Préstese atención, en última instancia, a esa cierta asepsia espiritual que brinda, sobre todo, el casi final del poema (“y te amanece fresca el agua del corazón; / quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas, / y entiendes en tu propio dolor al mundo”). Mire atentamente cómo orquesta la sagacidad de la última sentencia (“algún día, sin remedio, llueve.”) Podríamos decir que es un rasgo distintivo de los buenos poemas: que un relámpago impacte dos veces un mismo sitio. Y tiene derecho al golpe, a un último retazo, quien atrévase a mirar, a ser mirado, sin otro afán que el de volver a mirar, esta vez desde otras comisuras.
Pero, al final, admítole a usted que poco sé acerca de buenos poemas, casi nada si me lo preguntan. Enriqueta apuntaba que la poesía es el hallazgo de lo insólito en lo cotidiano y que donde lo sublime y lo terrible se dan la mano, la palabra nombra la esencia; pero, verbalmente, también cabría recalcar, solo estoy insatisfecho.
Referencia:
Ochoa, E. (1978) Retorno de Electra. Editorial Diógenes, S.A.