La soledad de la lengua como laberinto poético
Por Carlos Rutilo
A Barbara Monsiváis
El mes pasado una amiga y poeta, actual estudiante del Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras, me preguntó lo siguiente: “¿En qué idioma sueñas?”. Como jamás me había planteado la pregunta, tal vez la respuesta que di no era lo que ella esperaba; pero los días pasan y aquella misma pregunta llega a mí como el canto de un colibrí, o el de una ave de cuatrocientas voces, que se asoma a beber de las raíces de mi corazón y esta misma imagen me obliga a buscar otras que constantemente aparecen en mis sueños: habitaciones vacías y empolvadas, casas abandonadas y cubierta de grietas, cántaros rotos donde alguien asoma los oídos como si fueran los fragmentos de una caracola en cuyo interior debería de sonar la corriente de un río o el rumor del oleaje, niñas y niños que estallan de alegría cuando ven pasar un papalote, hombres y mujeres que caminan entre las calles vacías cargando a la espalda una caja de plantas traídas desde las cosechas de sus respectivos pueblos, y en las cajas también cargan con los sueños y el hambre de otras generaciones; pero el pueblo está distante, como la verdadera casa de la infancia, incluso muy lejos de nosotros mismos y por más que intento adentrarme entre sus calles de piedra, éste se desmorona y me deja caer al vacío, donde tampoco hay nada que me consuele y me haga creer que algún día volveré a abrazar el canto de una familia que ya no me pertenece porque simplemente ya no está ahí, y yo tampoco lo estoy. Es terrible despertar con la conciencia de saber que algo se ha perdido para siempre, como quien se encuentra con un laurel con el tronco quebrado en la almohada, pero no saber a partir desde cuándo el colibrí ha dejado de aletear en mis labios lo vuelve en un tema más angustiante.
Escribir en una lengua ajena a la materna siempre implica cuestionarme sobre la dimensión del laberinto en el que me ha tocado transitar, o habitar, pues hay una vasta soledad en las paredes de cada una de las palabras y al mismo tiempo pesan y se saborean de distintas formas. Hay palabras que son intraducibles mas no incomunicables y por eso mismo busco, o se busca, una aproximación al español aunque sea a través del recurso de una metáfora, pues la literatura nos da esa otra libertad para recrear el lenguaje a través de la palabra misma y las paredes de esa soledad en particular se van llenando de ese otro canto y de esa otra luz que nos permite mantener una cierta armonía con el mundo: “¿Canin káki no tochan no ueca?/¿Dónde está mi casa de lejos?”. Lo curioso es que la palabra “ueca” pareciera que nos habla de algún vacío y a veces es la misma distancia de algo, o con algo, lo que nos aprisiona en una constante incertidumbre de saber si estamos caminando en tierra firme o hundiéndonos cada vez más en arenas movedizas. No es algo hueco lo que me inquieta, sino la distancia que eso implica lo que me perturba al caminar entre tanta soledad que las mismas palabras me devuelven: las aves de mi lengua resuenan como un último latido entre la nada.
Quizá sea a través de esta pregunta en la cual encuentro una de las tantas razones por las que tengo una insaciable necesidad de seguir escribiendo, pues la palabra además de ser puente que comunica también es memoria. Y la memoria al ser tan enigmática como la pieza faltante de un rompecabezas también nos lleva a ensayarla, es decir, a reflexionar y a cuestionar sobre cada uno de esos detalles que nos inquieta y nos anima a buscarla en medio de este solitario laberinto que termina por ser nuestra propia identidad en el mundo.
Pero para llegar a reflexionar sobre nuestra identidad y lugar en el mundo también es necesario cuestionar y dialogar con lo otro que no entendemos, con aquello que está en otro idioma y que, además, nos inquieta y cuestiona como si fuéramos seres errantes o aves extrañas que apenas pueden mantenerse en el tiempo: el español, por ejemplo, la otra lengua que utilizamos en la cotidianidad de la escuela, o en el trabajo, para aprender a comunicar nuestras respectivas necesidades en la sociedad que nos mira e interroga. No niego de mi lengua materna, jamás he renegado de ella al ser la verdadera y única herencia de mis padres y el vínculo con las raíces de la tradición que me antecede, pero tampoco rechazo al español que me permite comunicarme con mis amigos y demás seres queridos que he hecho a través del tiempo: ambas, para mí, son como espejos de un mismo sueño donde al final lo único que cuenta es la forma en que me permiten comunicar la soledad de mi canto y la de mi familia, el amor y la orfandad que nos abraza.
Porque también hay soledad en ambas lenguas que deberían de coexistir sin problema alguno, aunque no nos percatemos de ello a simple vista, ni prestemos atención al oírlas de pasada, y nos tardemos otros quinientos años para reflexionar sobre el asunto, como la ausencia de las flores y la falta del canto de las aves entre las calles del centro y demás plazas públicas que se están perdiendo con el pasar y el pesar de los años. Sin embargo, de la misma forma en que ocurre con el español, no todas las variantes de lenguas maternas se escriben y se pronuncian de la misma forma en cada región –al menos, en mi caso particular, ocurre con el náhuatl–, estrechándose así, cada vez más, la soledad que habitamos en nuestro propio laberinto. La casa, el río y la gente no tienen el mismo significado aunque las palabras, al escribirse y escucharse, se parezcan. La casa que anhelo volver a tocar no es la misma casa que anhela el hablante de otra variante de mi lengua materna, algo cambia por mínima que sea la diferencia, y tal vez la ruptura en sus respectivos significados sea inevitable, y con ello la irreparable desaparición de alguna de ellas. Lo que para una variante puede significar coyote, para la otra es una forma de referirse a un extraño, a alguien que no pertenece a la comunidad o que dejó de serlo de forma voluntaria o involuntariamente, y por lo tanto tampoco tendrá derecho a habitar el pueblo con las mismas libertades de la infancia, o a poseer los secretos que le dan un toque mágico a cada palabra.
La lengua materna y el pueblo de la infancia corren el riesgo de perderse entre los laberintos del silencio, hasta vernos abandonados a nosotros mismos en absoluta soledad; pero la poesía a través de un poderoso poema es capaz de volver a ponernos en contacto con la memoria de ambos mundos, pues en palabras de Octavio Paz, “el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal”. Ante la poesía estamos en absoluta libertad de recrear el lenguaje a través de las palabras que se nos ofrece de ambas lenguas, y de entregarle al mundo que nos habita nuestras respectivas preguntas y hallazgos: cada palabra pesa y al mismo tiempo es puente para reencontrarnos en la mirada y en los oídos del otro –los otros–, que somos nosotros mismos ante el espejo que nos revela y cuestiona, mirada que duele y canta la soledad por la que transitamos, árbol que todavía crece con las raíces hacia dentro.
Por esta misma razón es que encuentro valioso el aporte que se hace a la literatura que se escribe en el país a través de antologías como Xochitlajtoli/Poesía contemporánea en lenguas originarias de México (Círculo de Poesía, 2019), de cuya selección y prólogo estuvieron a cargo del poeta, narrador, traductor y académico, Martín Tonalmeyotl (1983). Este libro recoge a treinta y dos poetas de dieciséis lenguas originarias con la traducción al español de sus propios autores (con sus respectivas variantes y aproximaciones, por supuesto), en las que se destacan el náhuatl, totonaco, tsotsil, maya, mazahua, zoque, otomí, entre otras. Entre las voces más reconocidas se encuentran nombres como los de Hubert Matiúwàa (1986), Elvis Guerra (1993) y Nadia López García (1992), entre otros, quienes han ido adquiriendo protagonismo dentro el amplio panorama de la literatura mexicana de nuestro tiempo y que además de dialogar con la naturaleza y los sueños también cuestionan el entorno en el que les ha tocado habitar. Un breve ejemplo de esto lo encontraremos en el siguiente poema de Manuel Espinosa Sainos (1972):
Tamakglhtastín
Kkilatamalh kxkachikín lawan pala niksmanilh,
xaklhakgapatan klhakgat lawan luspupulu kimakgkatsika,
kiaktalamilh xtachiwin lawan akxní xaklichiwinampatán.
Xakmaxanatlipatán kintalakapstakni tsalakgolh tachiwín,
xkixapakanitá akxní kpatsalh kilatamat kxlikgalhtawakga lawan
chu akxní katsalh kinklilhtsukut naxmasipanikanitá’ (pág. 62)
Como ellos
Quise vivir en su pueblo y me sentí ausente,
quise usar su ropaje y me sentí desnudo,
quise hablar su lengua y su lengua me lapidó.
Quise escribir poemas y las palabras huyeron,
abrí su libro para buscarme y me sentí borrado,
busqué mi identidad y mi identidad sangraba. (pág. 63)
Esta antología resuena en la memoria como el canto de un pájaro, pues en cada uno de los poemas seleccionados está el testimonio y la resistencia de un conjunto de lenguas que se niegan a desaparecer, al mismo tiempo que abraza a las otras y nos ofrece imágenes entrañables e irrepetibles que también nos abraza con las propias raíces de la soledad y el silencio.
Paz, O. (1950), El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica: México.
Paz, O. (1956), El arco y la lira. Fondo de Cultura Económica: México.
Tonalmeyotl, M. (compilador) (2019), Xochitlajtoli. Poesía contemporánea en lenguas originarias de México. Círculo de Poesía Ediciones: México.