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La corrida

 

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La corrida

Por Ricardo Rocha

 

La fachada y los acabados dan la sensación de regresar siempre al mismo punto. Las paredes están forradas con azulejos bermellón y el piso está compuesto de una serie de mosaicos octogonales que se unen cada cuatro piezas y se extienden en plenitud hasta donde alcanza la vista. Pequeños focos en forma de bulbo cuelgan desde cables sujetados por argollas herrumbrosas ancladas al techo. La corriente eléctrica parece ser baja, pero hay suficiente luz como para avanzar por el largo pasillo. De cerca se pueden ver los brochazos irregulares que le dan el color rojizo a las paredes esmeriladas, frías al tacto. El espacio entre azulejos se siente, pero es mínimo. El eco de las pisadas rebota en las paredes y resuena con una sonoridad nítida, como ser devorado por una enorme bestia hecha de cerámica y caminar dentro de ella. En algún punto —que no es el final del pasillo— se encuentra una puerta de madera. Hay un marco que sobresale en su superficie, y dentro de este hay decenas de pequeños rectángulos en relieve. La perilla está lustrada, brillando en color platino. Basta con girarla levemente para que la puerta ceda hacia atrás con un rechinido.

 

Del otro lado se observa una habitación desprovista de muebles a excepción de una cama, un sofá, un cuadro y una repisa. La cama está perfectamente tendida con un edredón de lana, decorado con motivos florales en verde y rojo, y el ribete que cae por las orillas está adornado con pequeños helechos tejidos. Aparenta más una reliquia que un espacio de descanso. Sobre la repisa de caoba descansan dos finas figurillas de porcelana blanca. La primera, del lado derecho, es la de un prominente toro. Se aprecia el contorno de cada uno de los músculos de la espalda; dos hermosos cuernos adornan su cabeza y las fosas nasales están bien detalladas, abiertas de par en par, a punto de lanzar un resoplido para llenar la habitación de un olor a almizcle. Sus ojos, blancos como el mármol, expresan una pureza sublime. A la izquierda, en la orilla, yace una figura empolvada. De diseño minimalista, representa sin ningún rasgo llamativo el contorno de una persona. El cuadro está colgado en la pared contigua a la de la repisa, frente a la cama. En él, las gradas lucen sendas grietas que se extienden hasta donde permite ver la pintura. Los pasillos que dividen cada bloque de gradas están por completo desiertos. Pequeñas plantas silvestres afloran de entre las hendiduras, guiadas por los rayos del sol. Las banderas descoloridas que adornan los altos muros dan la impresión de estar ondeando con un aire invisible. Abajo, en el ruedo de arena, se encuentra un toro idéntico al de la figura de porcelana. Muestra su pecho hinchado, luciendo orgulloso sus cuernos de marfil con la vista alzada hacia un cielo despejado, de un azul tan profundo como el de sus ojos…

 

—Aquel que ve en la pintura fue conocido como “El Primero”.

 

Apareció detrás del hombre, sentado en el sofá, descansando plácidamente su pezuña sobre la pierna. La tela era de un color rojo granate, de fibras texturizadas tejidas en largas ondas a lo largo y a lo ancho del mueble.

 

—Lo sé porque mi abuelo solía contarme historias anteriores a la revolución. Las escuchó la tarde en que regresaban de la primera reunión post-ruedo, cerca de los Pastizales del Norte, cuando aún era joven. Me contó que en época de primavera la hierba crece a sus anchas y brilla con el rocío matutino, y cuando el aire la mece se levanta un olor a tierra que inunda los pulmones y apacigua el alma. ¿Ha estado allí?

 

Intercambió la pezuña que estaba descansando para subir la otra. Al no tener respuesta, decidió continuar.

 

—Hay buenas probabilidades para que la reunión del siguiente año se lleve a cabo en los pastizales, la gran mayoría la quiere hacer allá. Pero bueno, le estaba platicando sobre el cuadro. Claro que no estuve ahí, mi abuelo tampoco, pero dicen que “El Primero” poseía una musculatura de verse. Era enorme, más grande que cualquier otro. Si le ayuda a darse una idea, siempre fui de los más altos de mi familia y aún así le quedo corto. Cuentan que sus bramidos se podían escuchar a kilómetros de distancia, de una ciudad a otra, atravesando tablones de madera y planchas de concreto. Él sólo tenía la capacidad de huir si hubiese querido, de batirse contra todo aquel que se le pusiera enfrente, pero aún y todo eso permaneció reacio a moverse de en medio del ruedo mientras la sangre le corría por su espalda y caía hacia el suelo de arena. Cayó sólo después de haberse muerto, no antes. Sé que suena dramático, pero fue hace tanto tiempo que no hay nadie que pueda verificar con exactitud los detalles de la historia. Lo que sí está claro es que fue el ejemplo a seguir, encendió la chispa que hacía falta para dar inicio a la revolución.

 

Nuevamente hubo un largo silencio entre los dos. Carraspeó su garganta antes de continuar.

 

—Ahora bien, a mi abuelo lo conocían como “La Brava”, y como le dije, fue a la primera reunión post-ruedo. Nuestros antepasados tuvieron un lugar importante durante la revolución, y toda su descendencia a partir de ahí ha ocupado puestos importantes. Mi abuelo tuvo un puesto alto en la primera y en todas las que le precedieron, y ahora que está finado yo tomé su lugar. Pero no nos adelantemos tanto, le estaba hablando sobre la reunión. Claro que no fue en un lugar tan elegante como este, todo fue más improvisado. Tomaron un establo abandonado allá en los pastizales. Corrieron a unas cuantas gallinas molestas que nomás estaban haciendo barullo y aprovecharon unos fardos de heno para esparcirlo por todo el suelo y que así resultara más cómodo de andar. En aquel momento eran trece, contando a mi abuelo. En las reuniones posteriores se fueron uniendo más y más, pero quienes lideran siguen siendo trece. Fue ahí en donde conoció a De Lidia, quien se convirtió en su amigo más íntimo. Juntos la precedieron y fue en ese momento, y durante todo el camino de regreso, cuando le contó todas aquellas historias. Les sirvió de inspiración para la primera reunión, y de ahí fueron agregando y quitando normas y todo tipo de procedimientos. De hecho, su nieto es ahora amigo mío, aunque diferimos seguido en nuestra manera de pensar. Yo no estoy de acuerdo con esas prácticas tan arcaicas, pero de la noche a la mañana se volvió costumbre hacerlas una vez al año. Al primer sacrificado hasta lo marcaron. ¿Puede creerlo?

 

Los vítores de una multitud no muy lejana llegaron hasta el lugar. El retumbar desacomodó ligeramente la pintura, ladeándola hacia la derecha. Los ojos de “El Primero” quedaron viendo hacia la esquina superior.

 

—Desde hace cinco años he estado precediendo las reuniones. En su momento a De Lidia le dio por hacer algunos cambios que él denominaba como transformadores, pero para mí eran en extremo radicales. Bueno, me refiero a De Lidia nieto, y a mí, al igual que mi abuelo, me conocen como “La Brava”. Ambos tuvimos que ceder en algunas peticiones, pero a cambio ganamos otras. Claro que no fue fácil llegar a ese punto, en un principio tuvimos que batirnos en duelo. No se deje engañar, lo de “La Brava” lo tenemos de puro parentesco. Mi abuelo era más bien sociable, de trato dócil, pero uno como líder tiene que sacar el pecho y mostrar los cuernos si no queremos perder el respeto. A De Lidia le dejé todo el costado izquierdo lacerado, su herida le tardó semanas en cicatrizar y ahora sólo le dan algunas punzadas de vez en cuando. A mí me fue mejor, pero si hubiese apuntado poquito más abajo de seguro y perdía el ojo pero no, sólo me dejó la rajadura ésta. Los otros once ya nomás nos siguen después del duelo, así que la cosa queda entre De Lidia y un servidor. Lo último que pactamos fue el regreso de la estocada, convenimos que era muy feo y tardado verles desangrarse hasta los últimos estertores.

 

Un segundo clamor resonó con mayor fuerza en la habitación. Cansado, lanzó un largo resoplido antes de levantarse del sofá.

 

—En verdad me hubiese gustado tener más tiempo para platicar, pero ya lo oyó usted, allá afuera están como locos. Hoy se celebra la reunión número veinticinco y ya nadie quiere más demoras. Tengo que salir a precederla, así que me retiro. Mientras tanto estese aquí y vaya alistándose, que ya no tardan en venir por usted.

 

Tomó dirección a una puerta lateral, opuesta a la del pasillo, y la cerró tras de sí. El hombre en medio de la habitación se acercó a la puerta con curiosidad y pegó la oreja. Lo último que alcanzó a escuchar fue el seguro puesto sobre el pestillo junto con las siguientes palabras:

 

—… se ve que está re-tierno. Lánzate por otro allá afuera y tráetelo para acá, yo hablo con él. Éste no nos va a durar mucho en el ruedo.

 

 

 

 

Semblanza

Ricardo Rocha es originario de la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Ha participado con la revista Penumbria, en su edición de botánica fantástica, así como con la Universidad Autónoma Metropolitana en su revista Casa del Tiempo en el número 11 de la época VI. Aún sigue leyendo cuentos y minificciones alrededor de una taza de café.

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