
Título disponible en la Sala de Literatura
Habitar el Norte de Cartucho
Por Aimé Rosales
“Los ojos de Mamá, hechos grandes de revolución, no lloraban,
se habían endurecido cargados en el cañón de un rifle de su recuerdo”
Nellie Campobello
Quien alguna vez ha armado un rompecabezas sabe que no es sólo un juego de mesa, sino una forma de ejercitar la mirada. La búsqueda de un horizonte que cobra significado conforme se resuelve; la imagen que se revela con cada pieza, esa unidad abstracta alejada de su totalidad; el ejercicio que una vez terminado, se pretende estático. Pero, ¿qué hacer frente a un paisaje inacabado, uno que sigue construyéndose conforme pasan los años? ¿En qué lugar es preciso colgar el cuadro del tiempo presente?
…
Nellie Campobello retrata en su texto Cartucho la vida y la muerte de los combatientes durante la Revolución mexicana en el Norte del país. Un lugar descrito por muchos como un espacio abandonado por Dios, una tierra árida y caliente que parece no terminar nunca; para otros, quienes lo habitamos, es el hogar al cual volver. Cartucho destaca a primera vista por su forma, un inventario de hombres y mujeres brevísimo, no en variedad, sino en extensión. Cada uno de ellos caben enteros en apenas unas cuartillas para finalmente morir como el resto de quienes fueron alcanzados por la guerra, guardados en los recuerdos del testigo más inesperado: una niña que no teme a la revolución ni a las tripas ni a los muertos.
La infancia tomada por la lucha
Quiero señalar la extrañeza que me provoca el Tiempo, esa obsesión suya por alimentarse de lo ya conocido y de disfrazarlo con otros nombres y vidas. Digo esto no con la intención de hablar de lo obvio, sino de señalar ese momento de revelación que nos atraviesa a todos en algún punto de la lectura consciente. Es imposible leer Cartucho sin levantar la vista, sin querer comparar los recuerdos de Nellie con los propios, sin ejercitar la memoria para rescatar lo que hemos olvidado o queremos olvidar.
Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto.
Un día después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera junto a mi casa. (p. 91)
Inevitablemente caigo en la comparación de su infancia y la mía. La muerte nunca descansó frente a mi ventana, pero la escuchaba acercarse a mí en cuanto más me alejaba de mi hogar. La violencia, nuestra violencia, ha viajado errante durante casi cien años sin abandonar esta tierra, pero nosotros decidimos voltear al cielo escapando de su mirada cansada. Nos mira en el transporte público, la escucho reír en las calles, tomada de la mano del odio, y respiro su aroma asfixiante, ¿o quizás solo es el smog?
Lugar de encuentro
Confieso que, por un breve instante, imaginé que ese Norte tan herido no era el mío. Me desentendí de su existencia, imaginé que era otro espacio que observar desde la distancia, un horizonte lejano que no tocaría nunca con la mirada. Me sentí incapaz de clasificar mi hogar sólo como desértico, desolado, fronterizo, polvoriento o violento, de nombrarlo como lo nombran en otros lados, sin cariño ni estima.
Lo anterior me lleva a pensar en todos aquellos relatos que quedaron omitidos en la historia oficial, aquellos que fueron guardados en silencio, temerosos de ser escuchados o, en su defecto, forzosamente convertidos en mitos edificadores de nuestro panorama. Nellie Campobello, consciente de esta deuda histórica, plasma a manera de inventario brevísimos relatos de los villistas que escuchó o presenció durante su infancia.
O quizás, siendo justos con ella, no serían únicamente relatos, sino testimonios de vidas de seres humanos complejos: la conservación del último aliento de quienes esperaban con ansías la gloria, el saberse merecedores de su tierra, su gente. Hombres y mujeres para quienes morir peleando fue destino honroso: “Ellos decían que aquellos hombres eran unos bandidos, nosotros sabíamos que eran hombres del Norte, valientes que no podían moverse porque sus heridas no los dejaban. Yo sentía un orgullo muy adentro porque Mamá había salvado a aquellos hombres” (p. 121).
Quién mejor para nombrar la guerra, la violencia y, según el lente con que se mire, la ternura del hogar que aquel que vive y reconoce como propio ese espacio.
Proclamo ahora a esa voz que habita en el Norte como realidad; creeré en esa tierna voz que recuerda los nombres, los gestos y los sonidos del conflicto dentro y fuera de ella. Invito a los lectores a hincarse y abrir el oído a esa infancia curiosa, a esa necesidad de comunicar lo que había guardado. Invito a creer en todas aquellas historias que el Norte quiera contarnos, y preguntarnos lo siguiente: ¿por qué olvidamos a las infancias que guardan estas historias? ¿Tanto nos duele que un pecho tan pequeño registre la violencia con encanto y cariño, pero no nos duele participar en ello? ¿Acaso la distancia limpia lo que no ha sido tocado por el odio? ¿Por qué hemos escogido, de entre tantos lugares, esta tierra caliente como epicentro del conflicto? ¿O quizás es la tierra la que no suelta, la que no olvida nuestro paso sobre ella y nos incita a seguir transitando el mismo recorrido?