Fierecía y floración a tantas calmas mundas. [Sobre El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos (UANL, 2025) de Anahí Maya Garvizu]
Por Ángel H. Candelaria
Las más de las veces suelo sorprenderme con la tentación de seguir pensando en la voluntad que deja tras de sí cualquier poeta: ¿qué horizontes desgañita de cuándo en cuándo? ¿qué tan viva la mirada queda después de sus verberaciones? ¿A dónde habríannos de seguirle paso a media ceguecía? El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos (UANL, 2025) de la poeta boliviana Anahí Maya Garvizu, obra merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Minerva Margarita Villarreal 2024, tendióme las dichas trampas al pensamiento.
Allá donde la poesía linda con la mística, me gusta pensar que al poema cíñense dos vías: por un lado, la comunión: con sí mismo, el cuerpo y la naturaleza padeciéndose; y por otro la aniquilación: del ser, del lenguaje, de la historia. Vías que, ambas en su propia exigencia y vivacidad que poseen, van marcando sus propias necesidades. En el caso de El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos, los poemas que van seriando el paso por sus páginas precisan de cierta disposición, y sobre todo de la garantía, del desaceleramiento:
̶ Duerman y verán.
̶ Soñamos y solo vemos un venado herido.
̶ Ahora ven lo que todos vemos en el monte.
(pp.33)
Maya Garvizu, con una fuerza que contémplase en su bamboleo la suma de lo terrible y la delicadeza, erige del lenguaje la encarnación de una experiencia a la intemperie que llégase a parecer la integración del cuerpo y la naturaleza, y despliega la posibilidad de otras miradas: animales, ánimas, montañas, peñascos, insectos o ponzoñas, actores que entretejen la ronda que tamborilean los ciclos naturales, que se saben bien a bien sujetos a dicha vida y desde ahí contémplannos en el poema:
Sin luz de estrellas
Que guíen el rumbo del tapir
Hacia el pantano.
(pp. 38)
Propongo aquí entonces un pequeño ripio en pos de ciertas dilucidaciones: deténgase aquí lo ya denominado como LA rev/belación, cualidad insigne del buen poema y críptida noción que atosiga las más de las veces a quien preténdase poeta, puesto que no solo pondera la posibilidad de movimientos de que se dispone sino que imprima una expectativa en el acto de lectura y encadena al poema a la propia ansia, mas, venga de donde venga, sea desde la lectura asidua o bien un primer acercamiento, esta noción estandarizada, supone no solo una suerte de deuda del poema, sino una predación de su autor. Así que ya basta. Este apunte figúraseme vital a partir del encuentro con dos poemas y sus momentos específicos de El bosque tiene oídos, “La colina”:
“Me veo desprendiendo música
Con la voz quebrada:
Me veo en los ojos de la cabra:
Quién fui, mejor y peor
Una fisura inalterable,”
(pp.46)
Y en “Verano”:
[…]
hace mal tiempo
y el camino es inestable, le dije al saludar,
he aprendido de todas las zanjas,
me dijo alejándose junto a su perro huesudo.
Si bajase la mirada con vergüenza
por tanto reproche
tal vez dejaría de sentir
que todo lo que piso es incierto.
(pp.53)
Momentos que dejan manifiesto la naturaleza, válgannos la redundancia, de la obra de Maya Garvizu: dentro y fuera encomunan la lengua, a la manera del conocido lo que es adentro es afuera, la experiencia que encarnan quien enuncia los poemas es tal que no puede ser de otra manera: poderosa, florecida, acompasada en su malabar a cuentagotas. Quiero decir, también, que lo que se rev/bela cabe dentro de la delicadeza y el detalle, sin dejar por eso su contundencia y arrebato.
Paréceme común colateral resquicio aquel impulso ansioso por mistificar ciertas regiones del poema. Como si el entendimiento y su destazar del verbo fueran, más que posibles resbaladillas donde juégase la avidez del nuestro espíritu al pie del entendimiento, una contienda embravecida contra un ser que en su dislocación, en su rehusanza a las postreras domesticaciones, incita, por sobre todas las cosas, la incomodísima tarea del retorcijón: fruncir la lógica y a canto de escalpelo tomar la cercanía cual prima instancia: permitir-ser del poema apenas un reflejo de dos lomos y en sus aguas mirar la lengua propia. Mas contrario de lo que se intuye, el desbocamiento no siempre precisa de grandes efectos especiales; quiero decir que en el asombro danzan en harmonía la comunión y la aniquilación, el estruendo y la delicia, las gotas de rocío y las olas de los mares: esa pristinísima afinidad tan nuestra por la maravilla a flor de piel.
Cabe decir que nos encontramos frente a una poesía así, sutilmente aniquiladora. Préstese atención a cómo construye su voz consciente y a conciencia de lo que la su mirada encarna. Maya Garvizu condecora, así pues, la sucesión de uno de los galardones más celerados de los últimos años y que en su emergencia reconocen la punzada de la actual oscilación de la poesía en México, en prima instancia, y Latinoamérica; con una voz que en su contemplación desenvaina la vitalidad de asumirse maniatado a un paisaje antiquísimo e insomne: voraz. Bien presagia la poeta en uno de sus versos:
Solo quien arde puede orientarse en lo oscuro.
(pp. 42)
Pregúntese al final quien así pretenda leer El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos, ¿cuándo dejamos de charlar al viento? ¿hace qué tanto que comenzamos a temerle a las hormigas?