No considero necesario abultar más la discusión sobre los límites en materia de géneros literarios, tales confrontaciones suelen llevar, en caso extremo, a la cerrazón o a la preceptiva. Pero sí hablaré un poco de la inconmensurabilidad del ensayo, o mejor: del discurso ensayístico, que parecen la misma cosa y sin embargo no lo son. Los géneros literarios suelen estar restringidos a los periodos trazados por la historiografía de la literatura (“teatro isabelinos”, “novela de la revolución mexicana” y un largo etcétera), sería más conveniente, entonces, hablar de funciones discursivas, y aquí podríamos distinguir y mezclar la infinidad de combinaciones que se pueden hacer entre la lírica, la narrativa y el drama. No haré el cálculo aquí, por supuesto, sólo dejo el asunto sobre la mesa. He dicho lo anterior para hablar de un libro raro, una suerte de universo contenido y contenedor. Es el libro que originó un género y al mismo tiempo le dio alas para no restringirlo. Me refiero, por supuesto, a los Ensayos de Montaigne, cuya primera versión parcial data de 1580 y que, a lo largo de los siguientes ocho años, se reeditaría un par de veces más. Dejaré de lado, por un momento, el factor cronológico. No deseo reducir el mérito de los Ensayos a su condición de iniciadores de una peculiar manera de escritura. No discuto que no lo sean, apelo, sin embargo, a mi derecho como lector y abordo el libro como una vital reflexión sobre el ensayo mismo, es decir, sobre la escritura, la lectura, la vida y la vejez. Imaginemos los últimos momentos de Michael de Montaigne. Estamos en 1588, y la vida del “viejo” Montaigne se divide en tres frentes: la coyuntura política (la convulsa sucesión de Enrique III a Enrique IV), los amoríos, mezcla de platonismo y pulsiones eróticas, con la joven y devota lectora de los Ensayos, Marie de Gournay, y el deseo de regresar a la reclusión de la torre-biblioteca de su castillo y dedicarse a la lectura y la re-escritura perpetua de sus ensayos. Es más fácil triunfar que vivir, dijo Montaigne alguna vez y para su biografía esta sentencia le queda perfecta. La imagen del huerto de coles aparece y desaparece ante el gran dilema: ¿qué hacer? ¿Aceptar las obligaciones de la vida pública? ¿O retirarse a cultivar el jardín privado mientras llega la muerte? Montaigne sabe que si entra en la vorágine de la política tendrá que ser consecuente, aunque en este campo la consecuencia no va siempre de la mano de la coherencia. Jorge Edwards apunta, en su novela-ensayo La muerte de Montaigne: “Y escribió, o dio a entender a través de sus escritos, algo que va más allá. Un hombre que produce ensayos, sentenció a su modo, no puede producir resultados.”

 

Y así fue. Hizo lo que pudo para salvar su espacio, pero no renunció a sus deberes como ciudadano de un mundo en plena gestación (el mundo moderno). Su castillo no tuvo la torre de marfil (símbolo soberano del aislamiento total). La imposibilidad de dedicarse enteramente a la lectura y la escritura es la experiencia que nutre la reescritura de los Ensayos. Montaigne murió en 1592, sin alcanzar a ver la cuarta edición de su obra, que, como en las anteriores, iba a ampliarse y a transformarse. Escritura en continuo crecimiento.

 

Los Ensayos representan una obra inusual, no porque antes no se hubiera escrito sobre una miscelánea de temas y sensaciones (ahí están, como breve muestra, las Obras morales, de Plutarco, las Noches áticas, de Aulo Gelio y las Cartas a Lucilio, de Séneca), sino porque inaugura una inusual forma de relación con la cultura. La del espectador (lector) que escribe y rescribe. Montaigne es un autor moderno porque no busca la sentencia sino la duda, no persigue la concreción, sino la variación. Sospecha que tanto la reflexión como la creación son actos inagotables.

 

A partir de este momento, las fronteras entre la realidad y las posibilidades que otorga la lectura libre y sin censura se borran. En los Ensayos se entrevén las futuras conductas públicas, el repertorio de emociones e ideas que nutrirán a la modernidad y las dimensiones que alcanzará la materialidad de la cultura occidental.

 

A la larga, el discurso ensayístico hará las veces de contrapeso de los afanes de objetividad que desplegarán la ciencia y sus modos de expresión. En el ensayo la conclusión es invariablemente parcial: su condición es el diálogo, precisa de la respuesta, de la continuación en otras voces y en otros tonos.

 

En América Latina, el legado de la obra de Montaigne será muy fructífero. Ante el parco desarrollo de la técnica, el ensayo cumplirá por mucho tiempo la función de campo de cultivo para ideas, formas de creación, expresión literaria y propuestas de diálogo. Uno de los grandes “descendientes” de Montagine, Alfonso Reyes, resguardaba en su biblioteca una edición, hecha por Pierre Villey, de Les essais, tomada del famoso ejemplar de Burdeos, que posee las correcciones hechas por el propio ensayista, y publicada en 1922. Como el ensayista francés, Reyes soñó con tener su propio castillo lleno de libros y de tiempo para leerlos. La Capilla Alfonsina fue su refugio literario, pero nunca su torre de marfil.

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